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– ¿Cuándo piensa salir para Bongwutsi?

– Antes de que los británicos lleguen a las Falkland, pero para eso necesito un avión. ¿Qué me dice del árabe?

– ¿Qué tiene que ver?

– Hombre, un tipo con ese diamante en la cabeza no viaja por Air France. Vaya, llame a ver si soltaron a Chemir. Si lo encuentra dígale que prepare el plan sin alcohol.

Quomo le pasó una tarjeta. Lauri quiso preguntar algo más, pero advirtió que el negro tenía la cabeza en otra parte. Fue a la barra y pidió el teléfono. Al otro lado respondió Chemir.

– Entendido, señor -dijo-. Le aviso que el inglés sigue en circulación, lo acabo de ver cerca de Chátelet.

– ¿Qué pasó con usted?

– Conseguí escapar antes de que llegara la policía.

Lauri volvió a la mesa y aprovechó para saludar al árabe, que lo seguía con la mirada.

– Todo en orden -dijo.

A Quomo se le iluminó la cara.

– Seguimos con suerte. Pida la cuenta.

Lauri hizo una seña al màitre y encendió un cigarrillo.

– Usted que lo puede ver de frente, ¿cuánto le parece que pesa? -preguntó Quomo.

– El qué.

– El diamante.

– Ni idea, pero es grande como una nuez.

Quomo dejó cuatro billetes en la bandeja y se puso de pie.

– Disculpe la intromisión, Monsieur -dijo acercándose al árabe- pero me pregunto si no nos hemos conocido en Bagdad. Mi nombre es Michel Nakuto, industrial de Bongwutsi.

– Es posible -dijo el árabe, que no parecía sorprendido-. Sultán Alí El Katar, presidente de la Corte Suprema de Justicia de Kuwait.

– Ahora veo -dijo Quomo-. Es su fotografía en losdiarios que me quedó grabada. Este es el señor Lauri, encargado de negocios de la República Argentina, desgraciadamente en guerra. Ahora le ruego que me disculpe…

– Un momento, Monsieur… ¿me concederían el honor de compartir un té con ustedes?

– Con todo gusto. Pero quisiera tener el placer de ser yo quien lo invite a tomar una copa.

– No, por favor, nada de alcohol para mí.

– Justamente, yo iba a sugerir un lugar donde se prueba el mejor whisky desalcoholizado.

– ¿Eso existe?

– Por supuesto, en Place des Vosges, un rincón propiedad para un puñado de amigos.

– ¿Sin alcohol?

– Solamente queda el sabor. El Islam no prohíbe el sabor a whisky, ¿verdad?

– Bueno… nunca me lo había preguntado.

Quomo abrió los brazos, miró a la mujer de anteojos y le dirigió una sonrisa luminosa.

– Permítanme que los invite, entonces. Tengo curiosidad por saber si además de haberlo visto en los periódicos, no nos conocemos de la Guerra de los Seis Días.

– ¿Usted estuvo allí?

– Como piloto voluntario, pero lamentablemente al quinto día de combate los judíos me derribaron en el Sinaí.

– Pida el coche, Mariè-Christine -dijo el sultán-. Si los suizos inventaron el café descafeinado, ¿por qué este hombre no puede haber descubierto el alcohol desalcoholizado?

19

Antes de verla con la valija, cuando la oyó decir su nombre en la oscuridad, el cónsul supo que ése sería su último encuentro con Daisy. Más tarde, mientras hacían el amor y se buscaban los ojos a la luz de la linterna, ella le dijo que no lo olvidaría jamás. En esa caballeriza se habían contado secretos y jurado días imposibles, como si tuvieran una vida por delante. Se abrazaban besándose las pupilas, adivinando los contornos de los cuerpos en la penumbra y en noches serenas y estrelladas murmuraban promesas que se desvanecían con el último beso. A veces, ganado por la melancolía, el cónsul evocaba vías y terraplenes, baldíos y amaneceres que Daisy trasladaba en su imaginación a los desolados suburbios de Liverpool, donde había sido joven y rebelde. Repetían cada vez las mismas obsesiones, remotas e inasibles, los mismos deseos de atrapar la lejanía y el tiempo que los disecaba irremediablemente. La última noche, recostada en la hierba seca, Daisy no pudo sofocar un sollozo y una maldición contra la vida. El reflejo de la luz sobre la cara le daba un aire de madona envejecida. Abrazó al cónsul con todas sus fuerzas y le pidió que le enviara a Londres las cartas que había dejado en el buzón del consulado, convencida de que para borrar de su vida al marido tenía que olvidar también al amante. Bertoldi fingió comprenderla, pero al amanecer, mientras la acompañaba por el sendero del bosque, se dijo que nunca se las enviaría, porque ella no lo deseaba de verdad. Se sentía tan abatido que cuando Daisy llamó un taxi ni siquiera le preguntó a qué hora salía el avión. Le dio un beso en la mejilla, ayudó al chofer a poner la valija en el baúl y se quedó parado en la vereda mirando el coche que se alejaba.