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La caballeriza quedaba a dos kilómetros del consulado, pero para esquivar la zona de exclusión Bertoldi tenía que caminar unas treinta cuadras. Prefirió, entonces, internarse en el bosque y bordear el lago. Tenía el cuerpo pesado y el ánimo abatido. Sentía que con la partida de Daisy, la muerte de Estela volvería a ocupar toda su vida. Al pasar frente al embarcadero viejo le vino a la memoria el atardecer en que subieron por primera vez a un elefante. Dos nativos que regresaban a una aldea del norte les hicieron un lugar y se internaron en la selva por un camino de cazadores. Los otros animales se apartaban a su paso y sólo los insectos de luz y las mariposas los acompañaban en la marcha. El andar del elefante era tan suave que tuvieron la sensación de ir sobre una nube que se desplazaba entre el follaje y las flores. En el viaje fumaron tabacos nuevos, y soñaron despiertos con lo que nunca soñaban dormidos. Desde entonces Estela empezó a creer, como los nativos, que las pesadillas venían del diablo y se despertaba espantada y sin coraje para nada.

En ese tiempo ya conocían a Daisy, pero el cónsul no sospechó nunca que un día sería su amante. Estela le contó la travesía a lomo de elefante y Daisy se sorprendió de que hiciera un mundo de tan poca cosa. Los ingleses salían en safari todos los meses y la señora Burnett no recordaba otra cosa que el asedio de los mosquitos y la tediosa espera hasta que aparecía la presa. Era raro que el embajador volviera con una pieza mayor porque tenía muy mala puntería y se quedaba dormido sobre el mantel del pic-nic ni bien los negros retiraban la vajilla del almuerzo.

Tal vez si Daisy le hubiera contado lo ocurrido con el gorila en la embajada británica, Bertoldi no habría sentido un vago sentimiento de compasión por Mister Burnett. También él conocería ahora el silencio de las piezas vacías, sabría que esos cabellos enredados en la rejilla del lavatorio sólo podían ser suyos, dejaría siempre encendida una luz en otra habitación, revolvería cajones en busca de fotos y cartas que antes le hubieran parecido sin importancia. O, como hacía el cónsul, dejaría una canilla abierta en la cocina mientras andaba por la casa.

Bertoldi fue a la costa por un camino de piedras azules. Las iguanas iban a refugiarse bajo las plantas y de pronto la marea depositó un bulto sobre la playa. Se acercó a mirar y halló un perro muerto, hinchado a reventar, con la boca abierta y los ojos desorbitados. Estuvo largo tiempo allí, rodeado por las olas, mojándose los zapatos, pensando que tal vez alguien lo había arrojado de un barco y el animal no pudo encontrar la orilla.

Al llegar a su casa fue derecho al buzón donde estaba el paquete que había dejado Daisy. Lo puso sobre la mesa y abrió un postigo para que entrara la luz. Un pedazo de vidrio roto cayó al suelo y una lagartija asomó la cabeza por el agujero de la ventana. Ahora eran varios los grillos que cantaban en la habitación. Se echó en el sofá y cerró los ojos, pero no pudo apartar de su cabeza la imagen del perro ahogado. Buscó en el cesto de los papeles y encontró una colilla de la que sacó un par de pitadas. Los grillos estaban aturdiéndolo y tuvo que abrir todos los postigos para que la luz los hiciera callar. Se preparó un café y lo llevó al despacho. Daisy había envuelto el paquete con una cinta con los colores británicos, pero Bertoldi lo atribuyó a pura distracción y empezó a desatar el nudo mientras el pucho se le consumía en los labios. Dio vuelta el retrato de Estela y rompió el forro azul, pegado con scotch. Adentro encontró una colección completa y bien ordenada de las partituras para piano de Ludwig van Beethoven.

Aunque seguía aturdido, no necesitó mucho tiempo para darse cuenta de que Daisy se había equivocado paquete y que sus cartas seguían en la embajada británica al alcance del despechado y rencoroso Mister Burnett.

20

– Yo los llevo adonde quieran y cuando quieran- dijo el sultán a medianoche. Empezaba a trabársele la lengua y la voz le salía empastada. La luz hacía relumbrar la piedra del turbante y costaba seguirle la mirada.

– ¿Pero el avión es suyo?

– Personal. Con ruleta y pase inglés a bordo. Hágame servir otra copa, por favor… ¿Cómo me dijo que le llaman a esto?

– Tzelvita, pero enseguida la gente lo confunde con el whisky.

– Yo no noto la diferencia. Si pudiéramos inscribirla como bebida sin alcohol reventamos a Coca-Cola.

– ¿Dónde está el piloto? -preguntó Quomo.

– El piloto soy yo. Ochenta y seis horas de vuelo. Estoy tomando un curso para emergencias aquí en París. No sabía que le interesara la aviación.

– Es que tengo que llevar la destiladora a Bongwutsi y no quisiera pasar por la aduana. ¿Prueba el de anís?