– ¿De anís también hay? -se sorprendió El Katar-. ¿Usted sabe el negocio que tiene en sus manos?
– Sí, pero necesito un piloto que pueda aterrizar en cualquier parte. ¡Chemir, el de anís!
– Usted dice evitar el aeropuerto.
– El aeropuerto, la luz del día, las miradas indiscretas. Un avión se consigue en cualquier parte, pero ya no hay verdaderos pilotos; son computadoras, robots incapaces de hacer volar un barrilete. Lo mío es una revolución en materia de bebidas y no se lo puedo confiar a cualquiera.
– Adonde quiera y cuando quiera -repitió el sultán y terminó el vaso.
Chemir repartió copas y sirvió de una jarra blanca. Había cerrado las puertas del bistrot y cada tanto apartaba la cortina para echar una mirada a la calle. Llevaba puesta una chaqueta de camarero y cuando se movía entre el mostrador y la mesa arrastraba la pierna con cierta elegancia. Quomo lo miró e hizo un gesto de compasión.
– Vea cómo quedó. En un tiempo fue el mejor baterista de Nueva Orleans y acompañaba a Count Basie en las giras. Con las piernas quebradas liquidó a los tres judíos que vinieron a rematarnos después de la caída. Yo estaba ciego y escuchaba los gritos de los soldados que se nos acercaban. Me había quemado los ojos y desde entonces sólo puedo ver en línea recta, por eso me perdonará que lo mire tan fijo. En eso siento que Chemir me arráncala ametralladora de la correa y empieza a tirar. El fuselaje del avión se estaba quemando y hacía un calor de infierno, así que nos dieron por muertos. Estuvimos dos días achicharrándonos en el Sinaí hasta que llegaron los jordanos a rescatarnos.
– ¿El avión lo piloteaba usted?
– Un Mirage de descarte. Chemir lo reacondicionó en Teherán.
El rengo fingía leer el diario al otro lado de la barra. En el tocadiscos giraba un disco de Armstrong.
– Sin mala intención le pregunto, Mister Nakuto -dijo el sultán y encendió un cigarrillo egipcio-, ¿qué hacía un negro allí? Cada vez que el árabe prendía un fósforo y lo acercaba a la copa, Lauri sentía un ligero estremecimiento.
– Espíritu aventurero. Agarré el avión y me fui a pelear contra el sionismo. Hicimos dieciocho salidas antes de caer.
– Diecinueve -acotó Chemir sin levantar la vista del diario.
– ¡Maldita sea, dieciocho, sólo dieciocho, lo hemos discutido mil veces! -gritó Quomo y arrastró la silla hacia atrás. Mariè-Christine dormitaba con la cartera entre las manos.
– Mis respetos, señores -la lengua del sultán empezaba a trabarse y la voz le salía empastada-: el Islam tiene una deuda de honor con ustedes. No sé qué decir… este anís marea un poco… ¿Cómo se siente, Mariè-Christine?
La muchacha se despabiló con la gracia de una muñeca de porcelana.
– Naufrago, Monsieur… -dijo y se humedeció los labios con la lengua.
– Mañana temprano llame a Orly para que preparen el avión. ¿Usted tiene los papeles en regla para ser mi copiloto, Mister Nakuto?
– Ese es el problema: los perdí en el incendio.
– Consígale lo necesario, Mariè-Christine.
– ¿Qué equipo tripulamos, sultán?
– De lo más clásico: 727 B.
– Mañana es demasiado pronto. Necesito unos días para preparar el equipo.
– Cuando usted diga -dijo el sultán y se puso de pie apoyándose en Marie-Christine. ¿Así que a Bongwutsf? ¿Y somos muchos?
– Los que estamos aquí. Yo estoy parando en el Georges V, ¿y usted?
– Yo también, el servicio ya no es lo que era.
Quomo pasó un brazo sobre el hombro del árabe y lo acompañó hasta la salida.
– ¿Cuántas horas de vuelo me dijo que tenía, sultán?
– Ochenta y seis. Ya vine dos veces a Europa.
– ¿Y cómo va ese curso para emergencias?
– Hice tormentas y otras alteraciones climáticas. ¿Qué?, ¿no me tiene confianza?
– Por supuesto que sí. En cuanto al desalcoholizado le ruego estricta reserva porque todavía no hemos patentado el sistema. Ya le voy a mostrar cómo la tribu de los Dnimitas extrae el alcohol con plantas de mangú. ¿Conoce la selva?
– En mi vida he visto más de dos árboles juntos. Me gustaría ver una buena lluvia tropical. Dicen que no hay nada más romántico si uno está bien acompañado.
– Le han dicho la verdad.
El Katar intentó abrir la puerta del Rolls pero no acertó con la cerradura y el llavero se le resbaló entre los dedos. Quomo se agachó, lo recogió de un charco y lo secó con un pañuelo. El Katar, apoyado en el capó, movía los brazos como si dirigiera el tránsito. Quomo abrió la puerta y lo llevó de un brazo hasta el asiento. No bien se acomodó, el sultán empezó a roncar con un silbido entrecortado. Quomo hizo una seña a Marie-Christine y fue a su encuentro. La lluvia empezaba a ensuciar los anteojos de la muchacha. Quomo se los sacó con un gesto suave, casi paternal, y enjugó lentamente los vidrios con un papel de quinientos francos.