– Somos ateos, Chemir. Tampoco en eso hemos cambiado.
– Pero estamos más viejos, ¿verdad?
– Yo no. No me lo puedo permitir. ¿Recuerdas la consigna?
Chemir esbozó una sonrisa nostálgica y los ojos se le pusieron aguachentos.
– Vencer o morir -dijo por lo bajo, y sonrió con los pocos dientes que le quedaban.
Lauri sintió que algo se movía dentro de él. Salió a la calle, bajo la llovizna, y pensó que todavía estaba a tiempo de alejarse de allí para siempre.
23
El taxi se detuvo en la explanada del Sheraton y el cónsul se quedó recostado en el asiento esperando que el chofer fuera a buscar el cambio de cinco libras. Había entreabierto la puerta, listo para escabullirse en caso de que se presentara algún imprevisto en la operación, pero el taxista regresó enseguida y le devolvió cuatro billetes de a uno.
Bertoldi se miró los zapatos deshechos y entró al hall con la cabeza ligeramente echada hacia atrás. Iba a comprarse ropa digna de un diplomático argentino en tiempos de guerra y le hubiera gustado llevar a Estela del brazo. Se había hecho cortar el pelo y lucía una afeitada impecable. De alguna parte llegaba la voz de John Lennon y una rubia lánguida masticaba chicle junto al aparato de aire acondicionado. Dos japoneses de traje y corbata trataban de venderle algo a un negro de anteojos con montura de oro, y más allá, en un sillón de tres cuerpos, una adolescente casi desnuda firmaba autógrafos a un grupo de turistas. Bertoldi la miró de reojo, y apuró el paso hacia la galería de las boutiques.
Al pasar frente a los ascensores, un chico de seis o siete años chocó contra sus rodillas, lo hizo trastabillar fuera de la alfombra, y se disculpó en un francés tan cristalino que su voz quedó un rato flotando en los oídos del cónsul. Un botones viejo, de dentadura impecable, esperó a que el ascensor se abriera y fue a empujar la silla de ruedas de un hombre pequeño y arrugado como un chimpancé, cubierto con una, camisa a cuadros y un sombrero tejano. La voz de John Lennon se perdió en el alboroto de una fila de negros envueltos en túnicas de colores y reapareció en un final de guitarra desencantada.
Frente a la vidriera de Yves Saint Laurent el cónsul eligió un traje claro, una camisa beige y unos zapatos marrones, livianos como guantes. Antes de decidirse pasó por Christian Dior y por Fiorucci. Dudó un instante y cuando avanzaba hacia Cacharel cruzó una vitrina de televisores encendidos. Le pareció ver, al pasar, una columna de soldados que desfilaban tocando la gaita. Se detuvo un instante y los vio subir a un buque mientras la gente los despedía con pañuelos y colores británicos. De pronto la pantalla mostró una multitud clamorosa que levantaba banderas celeste y blanco en una plaza que el cónsul reconoció de inmediato. Por un instante olvidó el traje y trató de escuchar el relato del periodista a través de la vidriera. Parecía tan interesado que el vendedor se acercó al aparato y pasó la antena a un video portátil. En el televisor apareció J.R. apretando el cuello de una mujer huesuda y de ojos verdes y el cónsul hizo un gesto de fastidio. Entonces el vendedor le mostró a Silvester Stallone sacando a un negro del ring y Bertoldi reculó hacia Pierre Cardin con la mirada perdida en una confusión de imágenes hasta entonces olvidadas.
Durante un rato deambuló por las galerías tratando de juntar pedazos, cabos sueltos, figuras ocultas en el fondo de su memoria bruscamente perforada por la imagen fugitiva de la Casa Rosada. Al fin se detuvo en la vidriera de Yves Saint Laurent y se dijo que el traje era lo bastante sobrio y elegante como para presentarse ante Mister Burnett el día que los ingleses firmaran la rendición.
Frente al espejo, mientras se lo probaba, trató de adivinar si Estela habría aprobado el color y si no se reiría de la solemnidad que se pintaba en su cara mientras el vendedor le acercaba al cuello una corbata envuelta en dos dedos. Pidió tres camisas de diferente tono y las hizo envolver junto a las dos que le había encargado O'Connell. Calculó que tenía un par de horas hasta que el vidriero terminara de trabajar en el consulado, de manera que decidió llevarse el traje puesto y tomar una copa en el bar del hotel. Miró el reloj y por primera vez lo encontró viejo, golpeado, pasado de moda, incapaz de acompañar el atuendo que estaba eligiendo. Se lo quitó, lo puso entre la ropa que había llevado puesta y llamó al vendedor.
– Hágame el favor, queme esto -dijo y guardó el dinero en el pantalón nuevo.
El empleado hizo un bollo con todo y lo arrojó a al canasto. Bertoldi se quedó sentado en el probador, frente al espejo, esperando que el sastre cortara las botamangas. ¿Daisy habría guardado bien las cartas, o al envolver las partituras de Beethoven las habría dejado al descuido sobre una mesa? ¿Se comportaría Mister Burnett como un gentleman o lo haría asesinar por uno de esos torvos agentes de seguridad que se disimulaban entre los invitados a las recepciones? ¿Qué diría esa multitud de la Plaza de Mayo si supiera que su hombre en Bongwutsi había desafiado al enemigo en su propio terreno? Bertoldi se revolvió en la silla y pensó que al fin y al cabo el advenimiento del comunismo le permitiría regresar a Buenos Aires como un héroe. El vendedor pasó una mano entre las cortinas del probador y le alcanzó el traje y la camisa beige. Se vistió despacio: en el espejo aparecía de apoco una figura desconocida, alguien a quien los negros hubieran abierto la puerta del camión cuando huían del gorila. Se abrochó el saco, y cuando el empleado le preguntó si pagaría con tarjeta hizo un gesto de negación displicente. Oyó la cifra sin alterarse: arrugó la boleta y tiró sobre el mostrador ocho billetes de cien. El vendedor abrió un cajón, sacó un aparato no más grande que un despertador electrónico y el cónsul sintió, de pronto, que su gallarda compostura se derrumbaba de un golpe.