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– Lo lamento, señor, los billetes no sirven.

Bertoldi empezó a sudar frío. Un rencor sordo, de perro abandonado, se le mezcló con la sangre.

– No entiendo -dijo, y trató de parecer firme-. ¿Qué quiere decir?

– Con todo respeto, señor: la máquina rechaza los billetes.

– ¿Y quién es ese aparato para rechazar mi dinero?

– La computadora de la casa, señor. Fíjese, aquí nos indica que falta la línea de segmento, ¿ve?

– ¿Usted insinúa que ese esperpento rechaza el dinero que me da el banco?

– Lo siento, señor. Con toda seguridad aceptará su tarjeta de crédito.

El cónsul miró hacia la puerta y sintió, por un momento, un desesperado deseo de salir corriendo.

– No traje la tarjeta. Tome, pruebe éstos.

Un rocío transparente brilló en la calva del empleado que se inclinaba bajo la lámpara. El hombre del sombrero tejano que Bertoldi había cruzado en el hall, entró en la silla de ruedas. Llevaba una mano en la cadera de la rubia que mascaba chicle.

– Todos malos, señor. Lo siento. Si me permite el pase del hotel podemos cargarlo en su cuenta.

– Acabo de llegar.

– Sin problemas. Se lo hacemos llegar a su habitación.

El cónsul sintió un revoltijo en las tripas y temió ensuciar el traje flamante.

– No tendrá inconveniente en que vaya un momento hasta la gerencia-dijo.

– Ninguno señor. ¿Me permite su pasaporte, por favor?

Bertoldi dio vuelta la cabeza y encontró la mirada severa del hombre del sombrero. De vez en cuando la rubia lo levantaba del cuello de la camisa y lo acomodaba en la silla.

– Me lo robaron -dijo el cónsul.

– Lo siento mucho, señor. El probador está a su disposición.

– Dos blancos pasaron dinero falso en un restaurante, la otra noche -dijo el de la silla de ruedas y frotó la entrepierna de la muchacha-. ¿Conoce a la persona que le dio esos billetes?

El cónsul sacó la ropa vieja del canasto, entró al probador sin responder y volvió a vestirse. El corazón le latía con fuerza y sus ojos vieron en el espejo a un hombre que jamás podría abandonar ese país. Estaba ajustándose el cinturón cuando oyó la voz del tejano.

– En su lugar yo retendría esos billetes, joven. Nunca se sabe.

– Dice que se los dieron en el banco.

– Con más razón. No me sorprendería que los rusos ya nos estén manejando la Reserva Federal. Vea lo que les pasó a los británicos por mirar para otro lado. Guarde eso.

Bertoldi apartó las cortinas con la escasa fuerza que le quedaba y levantó los billetes que el empleado estaba a punto de meter en la caja.

– Llegará un día -dijo pausadamente, y su voz sonaba cansada-, que toda esta mierda será expropiada. Entonces yo voy a venir a buscar mi traje y usted tendrá que lavarme los calzoncillos antes de que lo lleven al paredón de fusilamiento.

– Curiosa conducta para un blanco, señor -dijo el lisiado mientras apretaba las nalgas de la rubia- ¿En nombre de quién se permite semejante grosería?

– En nombre de la República Socialista Popular deBongwutsi -dijo el cónsul y abandonó Yves Saint Laurent a trancos largos, como si escapara de su propia sombra.

24

Para pasar desapercibido O'Connell tomó un atajo a través del bosque, pero se arrepintió muy pronto, por, que la vegetación le produjo una seguidilla de estornudos y los ojos se le pusieron colorados como tomates. No había previsto ese inconveniente cuando aceptó la misión en Bongwutsi y sólo guardó en el bolso un pañuelo de recambio.

Al bajar a la playa estaba agitado, pero ya podía respirar mejor. Se ocultó detrás de una canoa y observó el muelle de donde salían las lanchas para la Isla de las Serpientes. Los negros y los soldados británicos esperaban turno en colas separadas, mientras dos policías subían a bordo. Alguien hizo una señal con un silbato y la primera lancha empezó a despegarse del muelle. Iba tan cargada que apenas podía moverse. O'Connell empujó el bote y empezó a remar hacia la embarcación que iba alumbrada por una garrafa de gas. Mientras se aproximaba oyó una música de gaitas y una vieja canción escocesa. Esperó a que la lancha pasara a su lado, le arrojó una soga para enlazar el mástil de la popa, y se dejó remolcar. Estornudó una vez más y se echó boca arriba a fumar un cigarrillo y mirar las estrellas. El calor se hacía más tolerable a medida que se adentraban en el lago. A lo lejos navegaban barcos de pesca y yates que remontaban hacia la desembocadura del río. O'Connell trató de recordar cuánto tiempo hacía que no veía la nieve ni la escarcha y se preguntó por qué el proletariado se sublevaba con más entusiasmo en los países calientes. Le vino a la memoria una travesía a lomo de camello durante el alzamiento de Mogadiscio y luego los días de París con niebla y llovizna. Un golpeteo de tambores le indicó que estaban acercándose a la costa. Cortó la soga para separarse de la lancha y remó hacia unas rocas alejadas del embarcadero. Los negros y los británicos subieron por una cuesta vigilados por los dos policías. La aldea estaba alumbrada con tachos de petróleo encendidos en las esquinas. O'Connell atravesó un campo de flores tapándose la nariz con el pañuelo. Junto a la playa había casas europeas con jardines de césped donde bebían los blancos y las mujeres eran jóvenes y bellas. Al otro lado de la isla, sobre los acantilados, el irlandés encontró las chozas de los negros y una kermesse con músicos y pista de baile. Los dos sectores estaban unidos por calles de tierra desoladas, donde se amontonaban las cabañas de los pescadores y los chicos desnudos jugaban a la luz de las hogueras.