Dio un rodeo y se detuvo a preparar algunos explosivos. Colocó el primero en un bar de hombres solos y elsegundo en una casa de patio abierto donde se escuchaba; música de rock y las mujeres tenían las caras pintadas di; blanco y los cabellos planchados. Por precaución puso medio kilo de trotyl en un puesto del ejército donde los oficiales miraban televisión y fumaban charutos largos como botellas. Buscó la calle más oscura para acercarse ala kermesse y antes de entrar se pintó la cara con un corcho quemado. Las mesas eran de chapa y estaban cubiertas de botellas, latas de cerveza y bandejas con hamburguesas. Los negros comían y bebían y se hablaban a gritos. La pista de baile estaba atestada de gente. Los guardias arrastraban a los borrachos y los cargaban en un carro tirado por dos muías. La orquesta, protegida por un cerco de alambre, tocaba guitarras, trompetas y tambores y los músicos se renovaban cada vez que caían deshidratados.
El irlandés buscó con la mirada el lugar más propicio para lanzar el llamado a la insurrección. Entre la cantina y el palco había un poste de electricidad perdido en la penumbra que le pareció lo suficientemente alto como para hacer un discurso sin riesgo de ser interrumpido. Evitó la pista de baile, saltó por encima de un borracho que se resistía a que lo llevaran al carro, y arrancó una de las antorchas que alumbraban a la orquesta. Al poste le faltaban algunos peldaños y tuvo que subir rodeándolo con las piernas, sosteniendo la antorcha con los dientes paras tener las manos libres. Cuando llegó a la punta se arrodilló sobre el travesaño donde se bifurcaban los cables y sintió que el poste se movía como el mástil de un barco. Abrió el bolso para sacar un puñado de pólvora y miró hacia abajo: los negros parecían muñecos que se movían al compás de la música. Se paró sobre un cable de acero, levantó la antorcha y gritó " ¡Camaradas!", pero se dio cuenta de que nadie lo escuchaba. Tenía los brazos abiertos como un equilibrista y su cuerpo oscilaba sobre las copas de los árboles. A lo lejos distinguió el carro que se detenía junto a la barranca y arrojaba los borrachos al agua. Dio gracias a Dios por la falta de viento y arrojó un puñado de explosivo sobre la antorcha. La llamarada se quedó flotando un rato en el aire y desde la kermesse llegaron los primeros aplausos. O'Connell buscó más pólvora en el bolso y pudo medir la expectativa que despertaba su discurso por el silencio que se producía en el patio. Al segundo fogonazo, cuando intentó dibujar una sirena con alas, los músicos dejaron de tocar y ya todo el mundo lo señalaba y le prestaba atención. Las mujeres habían salido de las casas a las apuradas, envueltas en batas y chales. El carro de los borrachos se detuvo a mitad de camino y las patrullas fueron a buscar instrucciones. O'Connell hizo bocina con las manos y pidió atención mientras arqueaba las suelas para no resbalar. Tenía los pies acalambrados y la voz le salió llena de furia cuando se cagó en la reina. Isabel y en el colonialismo británico. Alguien, en el palco de la orquesta, traducía por el micrófono y una gritería satisfecha le llegó de abajo. Cuando se hizo silencio, O'Connell anunció el inminente regreso de Quomo; llamó a la rebelión armada y avisó que ese lugar de perdición estaba plagado de bombas. Enseguida arrojó la antorcha, y se irguió con un jubiloso "Dios los bendiga camaradas" y un vibrante “Venceremos".