El del micrófono tradujo que los británicos habían puesto bombas en la isla y los negros empezaron a desbandarse, enfurecidos. Las mujeres sacaron a los blancos de sus camas y los músicos voltearon el alambrado para correr por el campo. La patrulla disparó al aire y los borrachos aprovecharon la confusión para escapar del carro. Alguien encontró una de las bombas y la arrojó en un aljibe. O'Connell escuchó la explosión cuando saltaba sobre el techo de la cantina. Los británicos, desnudos, corrían por las calles oscuras y los negros los perseguían a cascotazos y los perros les mordían las piernas. La policía empezó con los bastonazos y las botellas desaparecieron de los estantes. Antes de escapar por los baldíos, O'Connell escuchó los otros estallidos y vio que los negros colgaban piedras al cuello de los ingleses y los arrojaban por el acantilado. Lo invadía una sensación de gozo y recordó la noche que Michel Quomo le dijo que su pueblo heroico se levantaría contra la opresión cuando alguien le hablara con toda franqueza. Inició la retirada a través del bosque, estornudando de nuevo, y bajó a la playa en busca de la canoa. No era la primera vez que sublevaba multitudes, pero siempre sentía la misma satisfacción. Remó unos minutos con un cigarrillo en los labios y luego dejó que él bote se abandonara al capricho del agua. Estaba un poco cansado y le dolían las piernas, pero no tenía sueño. Se recostó a babor y estuvo un largo rato mirando caer ingleses desde lo alto del despeñadero. Pensó que ahora nada ni nadie podría apagar la cólera de los humillados y los explotados del África.
25
El bar nocturno del Georges V estaba a media luz. En barra había tres hombres rubios y corpulentos, vestidos de azul, que tomaban cerveza en silencio. Al beber miraban el techo y se daban codazos de complicidad, como si compartieran una picardía secreta. Casi todas las mesas estaban ocupadas y nadie parecía entusiasmarse por la interpretación del pianista. Chemir miró a través del vidrio pero ni siquiera sabía a quién buscaba. Fue a mirar al baño, por rutina, y luego volvió al hall.
– Sin novedad-dijo.
– ¿Qué hora es?-preguntó Quomo.
– Cuatro menos cuarto -dijo Lauri.
– Raro. Willie deja de tocar a las tres.
Lauri tenía demasiado sueño para prestarle atención. Chemir fue a la conserjería y se presentó como viajante de comercio. El empleado le miró la cara negra, el pulóver deshilachado y la barba crecida y preguntó por el equipaje. Chemir se quedó un instante en silencio, pensando la respuesta, hasta que recordó una frase de Quomo:
– Los revolucionarios no llevan valija. El empleado levantó la vista, perplejo.
– Naturalmente -dijo, y le acercó el registro de pasajeros.
El detective del hotel, que estaba colocándose los lentes de contacto al otro lado del mostrador, parpadeó un momento y se quedó mirando al recién llegado. Chemir hizo un garabato en la columna de las firmas, reclamó la llave con un gesto y fue a reunirse con los otros.
– Por la escalera -dijo Quomo-. Acá hay algo que huele mal.
Lauri tomó la delantera y Chemir cerró la marcha. Entre el tercero y el cuarto piso se cruzaron con una camarera que levaba una pila de toallas perfumadas. La mujer se apartó para dejarlos pasar, pero no respondió al saludo de Quomo.
Lauri sentía una sensación de ridículo apenas atenuada por el cansancio. Al abordar los primeros escalones del quinto piso tropezó y Quomo tuvo que sujetarlo del brazo. Sus miradas se cruzaron por un instante. La del negro seguía tan fresca como a la hora del desayuno.
– Vaya y fíjese si todo está en su lugar.
Lauri entró en la suite y encendió las luces de los dormitorios. Después fue al balcón. Abajo, iluminada por cuatro globos, vio la piscina desierta y una propaganda de Adidas. Volvió al living y avisó a los otros que podían entrar. Quomo se quitó el saco, abrió la heladera y comprobó que el dinero seguía allí. Chemir sirvió dos Vasos de whisky, los puso sobre la mesa ratona y se quedó esperando instrucciones.
– Duerma un par de horas -dijo Quomo-. Y mañana no le pierda pisada al sultán.
– De acuerdo, Michel -dijo Chemir y salió con tranco desparejo.
Lauri fue a su dormitorio y se desvistió para darse una ducha. Cuando empujó la puerta, creyó que el mundo se venía abajo. La mampostería del techo cedió con un estruendo de maderas quebradas y los azulejos se desprendieron de la pared. Lauri dio un salto atrás y vio caer una mole verde que quebró el inodoro y destartaló el lavatorio. La luz se apagó yQuomo llegó desde la pieza con un fósforo prendido.
– Aquí hay alguien -dijo el argentino y buscó el encendedor que había dejado sobre la cama.
Quomo cambió de fósforo y empujó la puerta con un pie. Patik, redondo como un tambor, tenía un cable alrededor del cuello y la cabeza alrevés, como los muñecos.
E1 agua de una cañería rota le mojaba el traje. Lauri acercó el encendedor y reconoció el gesto de contrariedad que le había visto en el restaurante de Zurich.