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El auto se detuvo frente a una gigantesca escalinata. Un soldado de pantalón sobre la rodilla saludó a desgano y abrió la puerta de un tirón.

El Primer Ministro esperaba en la galería, sobre la alfombra verde y amarilla. Mientras le estrechaba la laño, Bertoldi creyó verle un reproche en la mirada. -Supongo que conoce las reglas, embajador. -No estoy seguro. Es la primera vez que… -Su Majestad quiere expresarle personalmente el disgusto del gobierno. Cuando estemos frente al trono salude inclinando el cuerpo y quédese con la cabeza baja. Solo hablará si el Emperador se lo ordena. De todos molos yo tengo que hacer lo mismo, así que no tiene más que imitarme. Cuidado al retirarse: no vaya a dar la espalda al trono ni a levantar la cabeza. Retroceda siguiendo la larca de la alfombra para no chocar con la planta que nos regaló Monsieur Giscard d'Estaing. Ahora sáquese eso e lleva ahí.

– Son los colores de la Argentina, excelencia.

– Con más razón.

El Primer Ministro le arrancó la escarapela y la arrojó canasto de los papeles.

– Protesto, señor.

– A la salida la recoge, hombre. Vamos.

Atravesaron un corredor y luego dos salones infinitos y desiertos. Todas las ventanas estaban protegidas por barrotes. Se detuvieron ante una puerta custodiada por dos hombres de túnicas verdes y bonetes que terminaban en cabeza de serpiente. El Primer Ministro habló con un secretario y señaló a Bertoldi. El cónsul se dijo que sería, mejor negarlo todo. La puerta empezó a abrirse pesadamente y el Primer Ministro lo tiró de un brazo. Bertoldi bajó la cabeza y se vio la punta de los zapatos gastados. La habitación estaba en semipenumbra. Una luz difusa insinuaba las columnas del trono talladas en oro. De reojo, vio al Primer Ministro doblado en dos y más allá un bulldog con un collar de diamantes. Sintió el silencio y la frescura del templo hasta que desde lo alto le llegó una voz ronca y vieja.

– Explíquese, embajador. Yo creía conocer todas las formas de la estupidez humana, pero ésta me deja perplejo.

El cónsul permaneció callado hasta que el Primer Ministro lo sacudió de un codazo.

– Mister Burnett exagera, Majestad.

– Reuter y Associated Press dicen lo mismo que él -un largo rollo de télex cayó como una serpentina y se enredó a los pies del cónsul-. Son hijos de ingleses, hablan como ingleses, viven como ingleses, ¿qué demonios busca un argentino ahí?

Bertoldi mantenía la cabeza gacha pero levantaba los ojos hasta hacerse daño. Alcanzó a ver unos pies desnudos y viejos apoyados en un pedestal de marfiles. Sintió otro codazo.

– Alivio, señor. Un poco de paz.

– ¡Ah, es una guerra santa, entonces! Sin embargo Mister Burnett pide soldados, no filósofos. Voy a decirle una cosa, embajador: no me disgusta que los ingleses reciban una lección de tanto en tanto, pero al final siempre somos nosotros los que pagamos los platos rotos. Si ustedes siguen en esa condenada isla voy a tener que mandar un batallón y bien sabe Dios que mi gente no ha visto nunca el mar…

– Usted insinúa que…

El Primer Ministro le hundió el codo en las costillas.

– ¿Qué tiempo hace allí ahora?

– ¿Dónde…? -el cónsul sintió una oleada de calor que le subía por la espalda.

– En las Falkland.

– ¡No me diga que…! -el cónsul hablaba en español.

– Hielo, nieve, siempre nos tócalo peor…

– ¡… recuperamos las Malvinas!

– ¿Qué dice?

– ¡Viva la patria, carajo!

El Primer Ministro estrelló el zapato contra una pantorrilla del cónsul que gritaba como un desaforado.

– Sí, parecen inmensamente imbéciles -dijo el Emperador con voz cansada-. Sáquenlo de aquí. ¡Fuera! ¡Que vengan los otros!

Dos hombres lo arrastraron hasta la puerta. El cónsul alcanzó a dar otros tres vivas a la patria y antes de que lo sacaran escaleras abajo pudo oír que el Emperador se sonaba ruidosamente la nariz.

3

Calles prolijas, canales mansos, un lago cristalino. La primavera que asoma en las macetas que adornan los balcones. ¿Qué podía importarle a Lauri esa ciudad si era un azar, un cruce de caminos, un punto de fuga?

Mientras pasaba por una callejuela solitaria, de puertas cerradas, jugó a imaginar que Zurich no había cambiado desde los tiempos en que Lenin tomó el tren para atravesar Alemania y sublevar Petrogrado. Cuando llegó a la estación algo apareció en su memoria: "Sí… pero Lenin sabía adonde iba".

Fue hasta la plaza del ajedrez, se detuvo un par dé veces a observar las caras de los que' meditaban una jugada y continuó por un sendero de baldosas desierto e impecable. Atravesó el puente y se agachó en la otra orilla a mirar los cisnes que se le acercaban deslizándose sobre el agua. De cuclillas al borde del lago, pensó que tal vez Lenin salía de su casa por las mañanas con un pedazo de pan para ellos y un libro (¿cuál?) para leer en el silencio de la plaza.