– ¿Dónde conoció a Michel? -dijo ella.
– En un hotel de Zurich, una noche que se confundió de habitación.
– Eso no es nuevo. También yo lo conocí así y tuvimos un largo romance.
Florentine se sentó en la barra e hizo una seña al barman.
– ¿Fue hace mucho? -preguntó Lauri-. El la ama todavía.
– ¿Qué quiere decir eso si no lo tengo conmigo? Véalo, allá está, en la última mesa. Gana siempre, pero no le basta. En Baden-Baden tuvieron que cerrar dos mesas porque no había suficientes fichas para pagarle. Quomo decía que había que vengar al pobre Dostoievsky. Eso fue hace como treinta años. Me acuerdo porque cuando volvimos a Francfort, se compró la mejor ropa y se fue a pelear por la independencia de Bongwutsi.
– ¿Y el dinero?
– Es papel pintado para él. Creo que compraron armas, o sobornaron gente, no sé. ¿Qué hace usted con él?
– Lo sigo. Entre lavar platos en un restaurante y tomar el palacio imperial… Quizás un día venga a bailar con su pianista utópico.
– Todavía es demasiado joven para velar los sueños ¿Le mando un par de chicas a la habitación?
– Es muy generoso de su parte, Madame. Me encantaría que viniera usted misma.
– Todavía tengo la esperanza de arrinconar a Michel.Será otra vez, si no se ofende.
Lauri le besó una mano y fue hasta el pasillo central. Al pasar junto a la última mesa vio a Quomo que recogía las fichas con un cesto de papeles. La gente lo aplaudía.
30
Bertoldi no podía pegar los ojos. Entre zumbidos de interferencia, la BBC detallaba los bombardeos de la flota británica contra las Malvinas y los preparativos para el inminente desembarco. Afuera arreciaban los truenos y los sapos anunciaban la estación de las lluvias. El cónsul ya había tomado la decisión de proteger el pabellón nacional con una retirada decorosa: como el aeropuerto seguía cerrado, el único medio de repliegue posible era el ómnibus a Dar-es-Salaam.
A las tres de la mañana, O'Connell oyó entre sueños un ruido en la habitación del fondo y sacó la pistola de abajo de la almohada. Descalzo, con el calzoncillo bajo el ombligo, salió del despacho y fue hasta el dormitorio donde Bertoldi estaba escuchando la radio, enfrascado en sus pensamientos. O'Connell comprendió que el argentino, abatido por la derrota, no pudiera dormir, ni siquiera darse cuenta de que alguien estaba tratando de forzar la ventana. Le hizo una seña para que no hablara y se agachó junto a la cama. Las bisagras saltaron casi sin ruido y afuera una sombra se movió recortada por la claridad de un relámpago. O'Connell dio un paso atrás, manoteó la radio que estaba sobre la mesa de luz y, antes de que el cónsul pudiera decir algo, la arrojó contra el postigo que empezaba a abrirse.
Hubo un estallido de vidrios y luego un instante de silencio. O'Connell subió a la cama y se tiró de cabeza por la ventana, llevándose las últimas astillas y la cortina de hilo que había cosido Estela.
Bertoldi oyó una exclamación de sorpresa y se asomó a ver que pasaba. Alcanzó a distinguir la silueta de un hombre de traje, que se tambaleaba tomándose la cabeza, y al irlandés que le daba un puñetazo en el estómago. La figura se derrumbó en silencio entre los arbustos.
– Ayúdeme a entrarlo -dijo O'Connell y arrastró al intruso de las solapas. Tenía el calzoncillo lleno de abrojos jadeaba como un perro. Se agachó a levantar la pistola y estornudó tres veces seguidas. Bertoldi tomó al hombre por los brazos y tironeó hasta introducirlo en el dormitorio.
– ¿Lo conoce? -preguntó el irlandés.
– La primera vez que lo veo.
Lo arrastraron hasta un sillón del despacho; el hombre revoleaba los ojos y se tomaba la mandíbula.
– ¡Qué país de mierda! -dijo en francés y sacudió la cabeza como para comprobar si seguía en su lugar.
– Empecemos por el nombre -dijo O'Connell y le dio una bofetada con el revés de la mano.
– Bouvard Jean, viajante de comercio -parecía derrotado-. ¿Usted es el embajador argentino?
El señor O'Connell señaló al cónsul.
– Me habían dicho que estaba solo.
– Le informaron mal.
– ¿Ya llegaron los Kruger?
– No sea ridículo, los Kruger están en Siberia.
– No. Andan sueltos otra vez. ¿Dónde está el dinero?
– ¿Qué dinero? -preguntó Bertoldi con un estremecimiento.
– El millón. No se haga el distraído.
– ¿A quién se le extravió esa suma? -preguntó O'Conell, y se sentó sobre la mesa.
– A mí. Michel Quomo me la sopló en Zurich.
– Esa es una buena noticia. ¿Y por qué la busca aquí, si puede saberse?
– Los argentinos colaboran con él.