– Ganando guerra -dijo el chofer, contento-. Radio decir que barcos ingleses a pique.
Se secó el pelo con un trapo sucio y se apoyó contra la pared.
– Festejar victoria antiimperialista-agregó, e hizo seña de que quería un cigarrillo. El cónsul se sorprendió por el lenguaje y le ofreció el paquete por debajo del impermeable.
– Otro día -dijo-. Ahora estoy apurado.
El chofer tomó el cigarrillo y no se movió de su lugar. Miraba la valija.
– Kiko tener entrada prohibida en el bar porque embajador no pagar cuenta.
Bertoldi sacó la plata falsa y le tendió un billete de cinco libras. Kiko reparó en los de cien y lo miró con una sonrisa pícara.
– Hombre de Falkland ser feliz -dijo en un inglés pausado, echando el humo por la nariz-; ganar guerra, sobrarle plata, tener mujer del enemigo.
El cónsul sintió un frío en la espalda y comprendió que no le sería fácil librarse de él. Agregó un billete de cien, pero Kiko no hizo ademán de tomarlo.
– A chicas gustar coche, ¿por qué andar a pie?
– No sé manejar -Bertoldi levantó la vista-. ¡Y yo que creí que usted era un amigo!
– ¡Amigo! -Kiko se golpeó el pecho con la mano del cigarrillo-. ¡Muy amigo! Por eso no decir a nadie.
– Está bien. ¿Mitad para cada uno?
El chofer hizo un gesto comprensivo y tendió la mano. Bertoldi separó la mitad de los billetes y pensó "ya te va a agarrar el comunismo a vos".
– Ahora mejor -dijo Kiko-. Llevar amigo a cualquier parte.
Antes de que Bertoldi pudiera decir algo cruzó la calle y le dio un golpe de manija al Chevrolet. Los dos peones dejaron las palas y uno de ellos levantó el farol. Kiko les gritó algo y volvieron al trabajo sin mucho entusiasmo. El cónsul se había escondido en un pasillo de tierra, bajo un techo de zinc, y recién salió cuando el camión subió a la vereda. El motor echaba humo por las ranuras del capó destartalado. Bertoldi abrió la puerta y se encontró con el gesto despectivo de Kiko.
– ¡No blancos en cabina! -gritaba.
– Para eso voy a pie… -dijo el cónsul. Estaba perdiendo la calma.
– ¿Ir al palacio?
– Al Sheraton.
– Subir atrás.
Bertoldi saltó a la caja y el Chevrolet arrancó para el bulevar. Estaba aturdido y tenía miedo. Un caño de cemento rodó por la caja y lo golpeó en un tobillo. Un perro chiquito, muy flaco, salió de entre las herramientas y se acercó a olfatear la valija. Bertoldi se asomó por un agujero de la lona y vio que los soldados británicos hacían señas con una linterna. Por un instante creyó que Kiko iba a entregarlo. El guardia se acercó y al ver que se trataba de un negro le indicó con un gesto que siguiera viaje. El Chevrolet cruzó lentamente la zona de exclusión y Bertoldi aprovechó la oscuridad para escupir el cartel donde decía Argentines are not admitted. Enseguida, mientras cruzaban por la esquina del bulevar, observó que las limusinas salían de las embajadas, recorrían unos pocos metros, e iban a embotellarse frente a lo de Mister Burnett. Pensó que era la primera vez desde su llegada al África que faltaría a una fiesta de cumpleaños de la reina Isabel.
35
Mientras caminaba por la larga alfombra roja, vestido de smoking, O'Connell recordó que de niño solía ver en los noticieros de cine las ceremonias de Westminster, cuando la reina pasaba revista a las tropas de la guardia real. En ese tiempo Isabel II era joven y montaba un caballo bien peinado y de patas blancas. Los soldados formaban de a cuatro en fondo y ella desfilaba, acompañada por los oficiales. El público guardaba un silencio profundo y levantaba a los niños sobre los hombros cuando la reina entraba en el patio y la guardia presentaba las bayonetas caladas. Aun para los fervientes patriotas de Irlanda, como el padre de Theodore O'Connell la ceremonia merecía una solemne consideración. Ese día la cerveza borraba las diferencias hasta la medianoche. Mister O'Connell miraba la parada por televisión mientras preparaba los artefactos que debían estallar a la mañana siguiente. Cada vez que la cámara mostraba a la familia real, el padre acariciaba la cabeza de Theodore y le confiaba la responsabilidad de acabar para siempre con el imperio que sojuzgaba al Ulster. Tiempo después el hombre fue a la cárcel por doce años y murió a los pocos días de salir mientras activaba un explosivo de intensidad varia ble.
La madre había perdido un ojo cuando era soltera, al cortar un cable de alta tensión con una tenaza inadecuada. Desde de entonces, la policía no tuvo dificultad para identificarla como culpable de todas las operaciones que los independentistas reivindicaban en las cercanías del lago Neag. Theodore fue criado por su padre, que era un pésimo cocinero y olvidaba siempre pagar las facturas de la electricidad y el gas. Cada vez que la madre salía de la cárcel, el chico tenía que ir a pedir velas a la capilla del barrio para iluminar la casa y darle la bienvenida. A veces rezaban los tres frente al Cristo que guiaba la guerra, y Theodore desviaba la mirada para observar el ojo de vidrio de su madre. Como le prohibían llevarlo a la prisión, el padre lo guardaba en una caja, envuelto en algodón, y ésa era la primera cosa que ella buscaba al regresar. Una noche que el padre había tenido que huir de la ciudad, Theodore abrió la caja y confirmó una temida sospecha: el globo blanco y celeste se parecía a su ojo bizco como dos uvas del mismo racimo. Supo, entonces, que la policía lo perseguiría siempre por ser el hijo de su madre aunque nunca cortara cables de electricidad ni hiciera saltar vías de ferrocarril.