Ahora, mientras atravesaba los jardines de la embajada británica, O'Connell recibió sobre el rostro las primeras gotas de la estación de las lluvias. Subió la escalinata y se mezcló con los invitados en el enorme hall decorado con tapices y pinturas. Saludó a derecha y a izquierda y encendió un cigarro de hoja. El smoking le iba bien y se sentía tan mirado y agasajado por las sonrisas como en el día de su primera comunión. Antes de salir, Bertoldi le recordó que algunos embajadores llevaban a las recepciones un distintivo de su país y le pinchó en la solapa el escudo azul y amarillo de Boca Juniors. Disimulados bajo la camisa, llevaba la pistola, un sobre de gelinita, un detonador con reloj y algunos útiles que había preparado en el baño para no alarmar al cónsul. El director de ceremonial, vestido con levita y peluca blanca, lo saludó con una inclinación de cabeza y le pidió la invitación para anunciarlo. O'Connell se la entregó y miró a los costados mientras sacaba una caja de fósforos franceses. De pronto oyó que el de la peluca gritaba "Su excelencia el embajador de la República del Paraguay" y daba dos golpes de bastón contra el piso. Una trompeta sonó cerca de su oído y lo dejó sordo por un instante. Mister Burnett salió de entre los edecanes y lo recibió con una sonrisa.
– Bienvenido en nombre de Su Majestad -dijo y le miró el escudo que llevaba en la solapa.
– Feliz cumpleaños -murmuró O'Connell mientras estrechaba la mano.
Mister Burnett hizo un gesto cumplido, como si excusara una broma de mal gusto.
– No sé si ya he tenido el honor, Mister…
– General Fernández -dijo O'Connell tratando de imitar el acento del cónsul.
– Un placer, general. Me será de gran utilidad conocer su opinión sobre la guerra.
– Con todo gusto, excelencia.
La trompeta volvió a sonar y Mister Bumett dejó a O'Connell para recibir a Monsieur y Madame Daladieu.
– Mes hommages, Madame -le besó la mano y volvió la cabeza para mirar al irlandés -. Les prometo que la noche va a ser divertida: el commendatore Tacchi insiste en arruinarme las recepciones. Ahora con un general paraguayo.
– ¿Donde esta? -pregunto la señora Daladieu.
– Allí, a mi izquierda.
– Qué divertido -dijo Madame Daladieu-. ¿Cómo lo descubrió?
– No está en la lista de invitados.
– Fascinante -exclamó Daladieu -. ¿Y si se tratara de un agente enemigo? Un argentino que se hace pasar por ¿cómo dijo?
– Paraguayo. No, esto es cosa de Tacchi. Ya me tiene cansado.
– ¿La señora Burnett participa del juego?
La mirada del inglés se extravió por un instante.
– No, está en cama con una hepatitis virósica. Las flores que hay en las mesas las mandó ella.
– La pobre… – dijo Madame Daladieu.
El francés siguió a O'Connell con la mirada. Estaba paseándose entre los invitados y se dirigía hacia la escalera de mármol.
– Es hora de que desembarquen -comentó-, si no van a perder media flota, como en Suez.
– Es inminente, mi batallón salió anoche para allá. ¿Qué mira?
– Al paraguayo. Va derecho al museo.
– Va a terminar como el jardinero que Tacchi me quiso hacer pasar por presidente de la Unión Africana.
– No era el jardinero, Mister Burnett. Recuerde los problemas que tuvimos después.
– Tonterías, fue una jugarreta de Tacchi.
– En su lugar yo haría vigilar a éste; no tiene aspecto de paraguayo.
Mister Burnett hizo una seña a un hombre fornido, con una flor en el ojal.
– Sígame a ese tipo.
– ¿Cuál, señor?
El inglés levantó la cabeza y vio que O'Connell había desaparecido.
– Un rubio, de barba, que fuma un cigarro.
– Hay muchos así, señor.
– Bizco. Llevaba algo en la solapa.
– ¿Como yo?
– No una flor. Algo, ¡otra cosa, imbécil!
– Sí señor.
– Están pasando cosas raras en este país -dijo Monsieur Daladieu-. A mí se me perdió un agente de París.