– No veo qué tiene que ver…
– Esa parte la escribí yo.
– ¿Qué está diciendo?
– A pedido de Kadafi, por supuesto. Las etapas, ¿son indispensables o no? El título se lo puso él.
– ¡Brillante! -exclamó El Katar-. Es ahí donde dice que el Partido Comunista no es científico.
– Es que el coronel acababa de leer a Althusser e insistía en que no se pueden pasar por alto ciertas etapas en la construcción del poder popular y yo le porfiaba que sí. Claro, en ese tipo de discusiones uno se pone bastante terco y cae en abusos teóricos. "Demuéstrelo", me dijo el coronel, y me alcanzó una libretita con lomo de alambre. Bueno, qué compromiso, pensé, pero me fui a un rincón de la carpa y estuve escribiendo toda la noche. No se vaya a creer que él se fue a dormir. Se paseaba, fumaba uno detrás de otro, se arrodillaba a rezar, estaba obsesionado por el tema…
– "Ha llegado el momento de discutir claramente nuestra situación sin tener miedo de las palabras" -recitó el sultán-. Le señalo que el coronel no fuma.
– Ya lo sé, esa noche fumaba de los míos porque estaba muy excitado. Tosía mucho, me acuerdo. A la madrugada le pasé la libretita con los apuntes y salimos a leerlos a la luz del amanecer. "Está bien", me dijo, "usted liquida de una vez por todas el argumento de la evolución al comunismo por etapas. Déjemelo, éste va a ser el segundo capítulo del libro." Después, cuando se publicó, hubo un revuelo bárbaro y el mismo coronel salió a decir que no estaba completamente de acuerdo.
– A mí, para serle franco, me parece apresurado decir que se puede saltar por encima de la dictadura del proletariado.
– Eso lo dice él. Yo puse que una revolución popular puede abolir las etapas, pero el coronel agregó por su cuenta unos cuantos párrafos contra el marxismo y eso yo no lo suscribo. Por eso le digo que no sé cómo está la relación de los libios conmigo. En un tiempo había lío.
– No creo. Lo del marxismo se revisó mucho y esto del desalcoholizado puede interesarle al propio coronel porque esun golpe contra el imperialismo.
– Entonces usted nos lleva…
– Yo estoy de vacaciones y me anoto en cualquier aventura.
– Bueno, esto no es precisamente una aventura.
– No lo decía en el sentido novelesco. Digo que acepto el destino de mis hermanos africanos. Si quiere, incluso puedo proveer alguna chatarra que dejan los amigos que pasan por aquí.
– Ya es la hora -dijo de pronto Lauri, y en seguida se escuchó una explosión que hizo temblar los vidrios. Chemir corrió a la ventana.
– ¡Los Kruger! -gritó-. ¡Se están incendiando!
Quomo se paró y fue a mirar. En menos de un minuto oyeron una sirena.
– Esto es cosa suya -dijo, dirigiéndose a Lauri -. ¿Con qué les tiró?
– Estaban festejando un cumpleaños. En el altillo encontré unas estampillas cubanas, y se me ocurrió que les gustaría recibir una caja de habanos de parte de Fidel Castro.
35
En la planta alta, O'Connell encontró un vasto hall desierto. Al fondo, un sereno negro fumaba a hurtadillas. Daba una pitada y enseguida escondía el cigarrillo detrás de la espalda. El irlandés lo tomó de sorpresa y lo encaró con un gesto de reproche.
– Acá se metió un negro -dijo.
– No, señor -respondió el sereno, inquieto-, yo lo habría visto.
– Cuando usted prendía el cigarrillo.
– Le aseguro que no, señor -temblaba y la brasa empezaba a quemarle los dedos, – aquí no entró nadie.
– ¡Apague eso!
– Sí, señor -el sereno sacudió una mano y el cigarrillo cayó al suelo. O'Connell lo pisó.
– Vamos a buscar a ese tipo.
El irlandés le dio un empujón y el sereno fue adelante, lentamente. Le costaba arrastrar el pantalón largo y la chaqueta de botones dorados. Entraron a un gigantesco pabellón que olía a formol. De allí, a oscuras, podían escuchar la lluvia contra las ventanas. El sereno quiso encender las luces pero el irlandés lo tomó de la chaqueta.
– Deje, está bien así.
– Si buscamos a un negro lo mejor es prender la luz, señor.
O'Connell se quedó un rato en silencio. No tenía la menor idea de dónde se encontraban.
– A ver, encienda un fósforo -dijo.
El negro cumplió la orden. De abajo empezó a llegar un aire de vals. O'Connell lo acompañó con movimientos de la cabeza y escuchó un ruido de pasos que subían la escalera. El sereno apagó el fósforo y sacudió los dedos. El que se acercaba prendió una linterna y avanzó hacia la llave de luz.
– Ya lo tenemos -dijo O'Connell por lo bajo.
Cuando el agente inglés vio la llama, pensó que había encontrado al hombre que buscaba. Se acercó al interruptor, pero antes de alcanzarlo sintió un golpe seco en una pantorrilla. Se agarró la pierna creyendo que había tropezado con un mueble, y apretó los dientes para no gritar. Buscó en la oscuridad una pared donde apoyarse y la linterna se le cayó de las manos. Entonces O'Connell le pasó un brazo alrededor del cuello y lo ahogó antes de que pudiera recuperarse de la sorpresa. Cuando el cuerpo cayó al piso, el sereno lo pateó y masculló algo en su, idioma.