– Voy a tener que pasar un informe -dijo O'Connell.
– Un informe no, señor. Voy a perder el trabajo.
– ¿Ah, sí? Y qué me sugiere, ¿que me lo coma?
– Lo tiramos por la ventana. Vino a robar y se cayó – hizo un gesto con el pulgar hacia abajo.
– No sea estúpido, cómo va a llegar un ladrón hasta aquí.
– Debe ser de la casa, señor. Deje que le vea la cara.
– No, no encienda, ¿qué importa si es de acá?
– Que puede ser un pariente, señor. Tengo un primo que siempre pregunta por el museo y no me gustaría arrojarlo por la ventana.
– La idea fue suya.
– No había pensado en mi primo, señor.
– ¿Anda de smoking su primo? -Eso sí que no. Trabaja de cocinero.
– Bueno, éste tiene smoking. Toque.
– Raro un negro de smoking, señor. Espero que no hayamos golpeado a un diplomático.
– No se preocupe. Vaya a abrir una ventana.
O'Connell guardó la linterna y cargó al inglés sobre un hombro. Oyó un aire de Strauss y se dijo que era hora de regresar al salón antes de que notaran su ausencia. El negro abrió el ventanal y la lluvia les salpicó las caras. El irlandés depositó el cuerpo sobre el rellano y miró hacia el jardín.
– Se va a romper todo -dijo.
– Si lo largamos despacio, no -insistió el sereno.
– Bueno, agárrelo de las piernas.
El sereno empujó por los tobillos hasta que el cuerpo quedó colgando al otro lado de la ventana.
– ¿Lo suelto? -preguntó, agitado.
– Todavía no, acompáñelo un poco más, que no se golpee tanto. Eso, inclínese. Lo ayudo.
El negro había quedado con medio cuerpo a la intemperie, sosteniendo el peso muerto. O'Connell se colocó detrás de él, lo tomó de las rodillas y empujó bruscamente hacia afuera. El sereno salió catapultado detrás del inglés. O'Connell oyó una exclamación de sorpresa y luego el golpe contra la vereda. Al fondo se veían las luces del muelle y a un costado, sobre la colina, la rampa de lanzamiento de bengalas y cohetes que Mister Burnett había preparado para festejar el cumpleaños, de la reina y el desembarco de la flota británica en las Malvinas.
36
Acariciados por una luz difusa, los músicos se dejaban llevar por la melancolía del Danubio Azul. Los violinistas habían colocado pañuelos entre sus barbillas y la lustrosa madera de los instrumentos. Los otros aprovechaban las pausas para secarse la transpiración. Todas las mesas estaban distribuidas alrededor de la que ocupaban Mister Burnett, el Primer Ministro de Bongwutsi y los demás embajadores con sus esposas. Entre los representantes de Francia e Italia había una silla vacía. Mister Fitzgerald, de los Estados Unidos, preguntó por el diplomático ausente y Mister Burnett sonrió mientras miraba al commendatore Tacchi.
– A esta altura ahora ya debe estar baldeando los pisos. ¿A usted le parece que se puede bromear en un día como éste?
– Yo no lo tomaría tan a la ligera -dijo Monsieur Daladieu -. Los argentinos podrían intentar algo.
– ¿Qué vendría a hacer un argentino aquí? -preguntó Herr Hoffmann.
– Rendirse -dijo Mister Burnett, y todos rieron mientras los camareros servían la centolla-. ¿Va a tenernos en suspenso toda la noche, commendatore?
– Si quiere mi opinión, estoy de acuerdo con Monsieur Daladieu: si aquí adentro hay un argentino que no sea Bertoldi estamos todos en peligro.
Cuando oyó nombrar al cónsul, Mister Burnett advirtió que se había olvidado de llamar al banco para ordenar que le pagaran el sueldo y temió que el argentino pudiera acusarlo un día de no practicar el fair play.
– ¿Usted cree que esa gente podría haber enviado hasta aquí un comando suicida? -intervino el Primer Ministro y se llevó la copa a los labios.
– No veo cómo -dijo Herr Hoffmann-. El aeropuerto sigue cerrado. Ahora, si dice ser paraguayo y Mister Burnett asegura que tiene aspecto europeo, habría que vigilarlo. A ver si es el que pone las bombas…
– Ya está hecho -dijo el inglés-. Ese hombre no habla una palabra de español, ¿verdad commendatore?
– No tengo idea. Ni siquiera lo he visto.
– ¡Ah, vamos, sus farsas no engañan a nadie! El año pasado me mandó a su jardinero disfrazado. ¿Quién es ahora? ¿Uno de esos tipos de la P-2 que andan por su embajada?
– Espero que sea una broma -dijo secamente el italiano y dejó los cubiertos.
– Soy yo el que está harto de sus desplantes. Mañana mismo voy a enviarle una protesta por escrito.