– Quiero señalarle -Tacchi se acomodó los lentes- que su paranoia le valió a Europa un disgusto con la Unión Africana cuando usted tuvo tres días lavando platos al presidente Penkoto.
– Eso es cierto -intervino Monsieur Daladieu-. El crédito para que olvidaran el desaire tuvimos que darlo nosotros.
– Era jardinero -insistió el inglés-, mis servicios lo confirmaron después. Y si los franceses otorgaron el maldito crédito fue para dejar en ridículo a Gran Bretaña.
– ¡Sus servicios! -se rió Tacchi-. ¿Qué hacían sus servicios el día de la explosión en el bulevar? Casi matan a su mujer allí.
– Commendatore, es usted un desfachatado. Si vuelve a tocar a Daisy voy a cortarlo en pedazos…
Todo el mundo olvidó la centolla y el caviar. Frau Hoffmann tocó a su esposo con el codo.
– Señores, guardemos las formas -intervino el alemán.
– ¿Qué pasa con su mujer? -preguntó la señora de Tacchi y miró a su marido como si lo sorprendiera con la camisa manchada de rouge.
– Esto va a interesarle, señora -Mister Burnett metió la mano en el bolsillo-. Tuve que enviar a Daisy a Londres con una crisis de depresión después que el mequetrefe de su marido intentó propasarse con ella.
En la mesa se hizo un pesado silencio. El embajador británico sacó la foto en la que el commendatore Tacchi tomaba a Daisy en sus brazos y la arrojó sobre la mesa golpeando con los nudillos.
– Usted se ríe de mis servicios de inteligencia, ¿eh? ¿Qué me dice de esto?
– Mon Dieu, quelle catástrofe! -exclamó Daladieu.
Bruscamente, Tacchi se puso de pie.
– Sepan disculpar,, señores -se dirigía al resto de la mesa-, no puedo permanecer un instante más en este lugar. ¡Carmella, nos vamos!
Pero Carmella seguía allí, con las uñas hundidas en el mantel.
– ¡Italianos! -exclamó Burnett y miró a su alrededor-. ¡No tienen ningún sentido del honor!
– Los asuntos privados… -intervino el Primer Ministro, pero Mister Burnett lo paró con un gesto.
– Usted no se meta. ¡Le apuesto a que esos italianitos de las Falkland se desbandan más rápido que en Caporetto!
– ¿Cómo se permite…? -Tacchi dio un paso al frente y se paró frente al inglés- ¡Usted es un miserable!
Agregó algunos insultos en piamontés y le cruzó la cara de una bofetada. Los murmullos de las conversaciones se apagaron y sólo quedó en el ambiente la Novena Sinfonía. Todos los embajadores y sus esposas se pusieron de pie. El commendatore Tacchi estaba orondo, como si acabara de desembarcar en Abisinia. Mister Burnett tenía la cara roja de ira y dio gracias a Dios por que Daisy no estuviera allí para presenciar semejante bochorno. Monsieur Daladieu, que esgrimía la foto, se volvió hacia los invitados y levantó los brazos.
– Arretez la musique! C'est le champ de l'honneur qui nous attend!-. Luego puso una mano sobre el hombro del embajador británico.
– Mister Burnett, tenga la bondad de nombrar a sus padrinos.
El inglés estaba todavía tocándose la mejilla ofendida.
– Cualquiera, pero que el duelo sea a pistola -dijo-. Quiero terminar de una vez por todas con este aventurero.
37
El maestro de ceremonias ordenó a la orquesta que llevara los instrumentos bajo la glorieta y suprimió a Rossini del repertorio para garantizar la imparcialidad más absoluta en el campo del honor. El coronel Igor Yustinov se acercó al teniente Tindemann y le indicó que fuera a informar a Moscú de la desavenencia surgida entre los aliados y al mismo tiempo, recogiera la cámara fotográfica. El coronel, que no había presenciado nunca una muestra tan pintoresca de la decadencia capitalista, se abrió paso entre los diplomáticos y sus mujeres para seguir de cerca los preparativos del duelo.
Monsieur Daladieu dejó a los rivales separados en la galería y ordenó al agregado naval que trajera las mejores armas de su colección. Mister Fitzgerald y Herr Hoffmann padrinos del inglés, propusieron que los adversarios dispararan a veinte metros de distancia. El portugués Lope Carvalho y el holandés Larsen, apoderados del commendatore Tacchi, sugirieron el calibre veintidós y un largo de treinta metros sin ninguna iluminación. Monsieur Daladieu pidió un tiempo de reflexión y fue a inspeccionar el terreno, más allá de la pileta de la natación. A medida que se internaba en el parque, pensó que tal vez habría sido preferible organizar el enfrentamiento en la cuadra de los negros. Caviló un momento, mientras el agua se le deslizaba por entre las suelas de los zapatos, y recién entonces advirtió que había olvidado las reglas aprendidas en la escuela de Saint-Cyr. Sabía que llovería durante varios meses pero no recordaba ningún duelo a pistola que se hubiera celebrado bajo techo. Entonces le pareció que el lugar más apropiado sería la cancha de tenis, donde al menos los invitados podrían guarecerse bajo la tribuna. El francés hubiera preferido que Mister Burnett y el commendatore Tacchi usaran la nobleza de la espada para lavar la afrenta a primera sangre, pero el británico se negaba a entrar en razón. Los camareros, de rigurosa etiqueta, sirvieron champagne y bocaditos en la galería. La orquesta había retomado a Strauss y el tintineo de la lluvia desapareció detrás de los violines y las flautas. Mister Burnett se enjugó la frente y el cuello con un pañuelo y avisó a Herr Hoffmann su intención de apuntar directamente al corazón del italiano. Desde el día en que encontró el prendedor de Daisy en el establo de los australianos, sentía que algo había muerto dentro de él, aunque nunca supuso que su mujer sintiera tanta vergüenza como para escapar a Londres.