– Estuve en el monte, pero supongo que no es lo mismo ¿Qué armas traemos?
– Las que tenía a mano. Como los chiitas están en plena ofensiva nosotros nos tenemos que conformar con lo que nos devuelven los alemanes y los vascos. Si yo hubiera sabido que Quomo empezaba la campaña le preparaba algo mejor. La verdadera revolución de este hombre él el desalcoholizado.
– No me diga que usted cree en eso.
– El coronel cree. El futuro es de los negros, Lauri, lo dice el Libro Verde.
– Puede ser, pero es de temer que ese capítulo también lo haya escrito Quomo.
– ¿Qué más da? Ahora si me permite voy a echar un vistazo al radar: nos estamos internando demasiado en el Sahara y si seguimos así, vamos derecho a La Meca.
39
O'Connell pasó del museo a la sala de billares y de ahí, por un pasillo, a la biblioteca que Bertoldi le había señalado en el plano. De vez en cuando prendía la linterna para situarse y avanzaba siguiendo los dibujos de la alfombra. Atravesó un corredor que comunicaba varias oficinas, y por fin ubicó la sala de música y luego un dormitorio. Empezó por revisar entre papeles, fotos y postales, y siguió por los cajones de la ropa blanca. Daisy aparecía tan hermosa en los retratos, y los corpiños eran tan abundantes, que O'Connell se detuvo un instante a envidiar al cónsul. Continuó por el ropero y luego separó uno a uno los libros y los discos. Al fin, entre los ejemplares de la colección 1981 del Times Literary Supplement, encontró un paquete de cartas escritas con letra vacilante. Estuvo tentado de echarles una mirada, pero recordó que su padre le había enseñado a considerar la escritura no impresa como un secreto del alma. Guardó el paquete entre la camisa y el chaleco, y volvió al pasillo con la linterna encendida. Calculó que la cena ya habría comenzado y temió que Mister Burnett notara su ausencia.
Al salir levantó la luz y descubrió la oficina del agregado naval. Puso la linterna en un bolsillo, lo pensó un momento, y le pareció que era un buen lugar para colocar el explosivo. Entornó la puerta y vio el resplandor de la piscina a través de un vidrio salpicado por la lluvia. Preparó trotyl, le agregó un reloj calibrado y disimuló el bulto bajo la biblioteca. Iba a salir de la oficina cuando percibió una luz en el pasillo. Contuvo la respiración, pero sólo pudo oír la lluvia y el tic tac de la bomba. Se preguntó si el agente de seguridad inglés podía haberse recuperado tan rápido, o si lo habían encontrado en el jardín y ahora eran otros quienes lo buscaban. Fue hasta la ventana, corrió la traba y la abrió. Más allá de la piscina vio las sombras apuradas de los blancos que corrían bajo la lluvia. Cuando desaparecieron de su vista, escuchó a un nativo que llamaba a otros y les avisaba, alborozado, que por fin habían llegado las armas. Otros negros aparecieron corriendo por el parque, conversaron un momento entre ellos y fueron detrás de los blancos. O'Connell miró su reloj y comprobó que apenas había pasado media hora desde su ingreso a la embajada. De pronto oyó un ruido en el despacho contiguo. Avanzó en la oscuridad, levantó el seguro del revólver y sostuvo el paquete de cartas que se le resbalaba entre la ropa. La oficina del agregado militar de la OTAN estaba cerrada, pero O'Connell sintió que alguien se movía al otro lado. Retrocedió, crispó el dedo sobre el gatillo y abrió la puerta de una patada.
Subido al rellano de la ventana, el teniente Tindemann se disponía a bajar por una cuerda que había atado en el pie de la caja fuerte. Arrodillado, con la cámara fotográfica al cuello y un paraguas en la mano, el soviético esbozó una sonrisa incómoda y abrió los brazos para mostrar que estaba desarmado.
– Quédese con el rollo y olvidemos el asunto -dijo.
– La soga -pidió O'Connell-. Déme la soga.
El teniente Tindemann hizo un gesto de sorpresa. La linterna le daba en los ojos y le impedía ver a su interlocutor.
– No puede colgarme acá -dijo-. Todos los embajadores me vieron en el salón.
Desde afuera llegaron los estampidos de las pistolas. O'Connell se precipitó a la ventana. Apenas insinuadas por el resplandor, distinguió dos siluetas de pie bajo las gradas de la cancha de tenis. En la galería varios sirvientes negros se servían champagne y vaciaban las botellas de vino en cantimploras. Reían, y un camarero gritó "¡Mister Burnett se jodió!" al mismo tiempo que repartía bocaditos en la fuente de plata.
El teniente Tindemann aprovechó el momento de distracción y movió lentamente el paraguas hasta colocarla: punta a un centímetro de la nuca de O'Connell. Cuando el irlandés se volvió para comentar lo que veía, sintió que algo filoso como un aguijón se le clavaba en el cuello. Su primer reflejo fue de desconcierto, pero cuando quiso expresarlo advirtió que se había quedado sin voz. Una súbita pereza le bajó hasta las piernas, mientras en su mente se agolpaban los mejores momentos de su vida revolucionaria.