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– ¿Quién cayó? -preguntó Tindemann, y se acercó a la ventana.

"Se sublevaron los negros", pensó el irlandés y se deslizó al piso. El teniente lo sujetó de un brazo y lo acomodó contra la caja fuerte. O'Connell vio, como entre sueños, que el ruso retrocedía y le alumbraba la cara. Entonces loganó un sentimiento de infinito bienestar y pensó en Quomo y en el levantamiento popular. Sintió que el corazón le latía con fuerza y tuvo ganas de salir al jardín a unirse a los revolucionarios. Imaginó que pronto comenzaría la marcha hacia el palacio imperial y lamentó haberse quedado sin energía y sin voz para aportar su experiencia. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no supo si era de impotencia o de alegría. A su lado todo se hacía difuso. Oyó dos disparos más, casi simultáneos, y apenas pudo levantar la vista hacia la ventana. Se preguntó si la presencia allí de un oficial ruso significaba que Moscú apoyaba la revolución y respondió al interrogatorio del teniente Tindemann para hacerse una idea. ¿Reconocía ser el jefe de la misión militar de la OTAN en Bongwutsi? Movió la cabeza hacia los costados y la sintió pesada como una piedra. ¿Sabía dónde se encontraban las copias de los informes cifrados que Mister Burnett enviaba a Londres? Negó otra vez. ¿Conocía el plan de desembarco británico en las Falkland? De nuevo no.

Tindemann empezó a pensar que los búlgaros se habían confundido al entregarle el paraguas: tal vez en lugar del de la droga de la verdad, le habían dado el de la euforia paralizante. Para confirmarlo hizo a O'Connell una pregunta de respuesta obvia: ¿reconocía ser súbdito de la corona británica? O'Connell volvió a negar con un ojo perdido en el techo y el otro apuntando al cesto de los papeles. El soviético maldijo a los servicios de Bulgaria y pensó que debía bajar de inmediato si quería llegar a tiempo para tomar una foto del duelo.

Miró hacia la cancha de tenis donde los embajadores cargaban las armas. Tenía que deshacerse del británico y le pareció que lo más adecuado seria arrojarlo por la ventana. Lo arrastró por la alfombra mientras O'Connell lo miraba, decepcionado, pensando que los soviéticos empezaban con las purgas aun antes de la victoria. El teniente lo enderezó, le pasó las manos por debajo de los brazos y tocó, a través del chaleco, el paquete con las cartas del cónsul Bertoldi. Tuvo un momento de duda y luego una corazonada. ¿Se había topado, acaso, con el propio correo del Foreign Office? Dejó caer el cuerpo, prendió la linterna y le miró la cara. Estaba seguro de que alguna vez Moscú les había enviado la foto de ese hombre. Se arrodilló, agitado, y le quitó el paquete; al azar tomó una de las cartas y la leyó con la misma dificultad que siempre había tenido para el inglés. Encontró un verso en el idioma de los cubanos y algunos nombres que seguramente serían seudónimos. Revisó otros manuscritos y vio que todos estaban dirigidos a Daisy, que bien podía ser la clave de Margaret Thatcher. Las diferentes firmas no podían confundirlo: Faustino, Bebé, Gatito Goloso, le revelaban la remanida treta de la carta de amor. Había descifrado decenas de ellas en Birmania, Irak y Angola. Guardó el paquete y revisó los bolsillos de O'Connell. Encontró algunos restos de cables, dos relojes de cuarzo, un plano hecho a lápiz y cincuenta libras que de inmediato reconoció falsas.

Se guardó todo, recogió el revólver, y apagó la linterna con la convicción de que había encontrado algo que interesaría a la KGB. Enderezó otra vez el cuerpo desbaratado del irlandés, lamentó sacrificar semejante fuente de información, y lo empujó por el hueco de la ventana.

Mientras caía, O'Connell pensó que de todos modos el cónsul no tendría nada que temer. A esa altura Mister Burnett ya debía estar camino al pelotón de fusilamiento.

40

Entre tantas valijas amontonadas en el depósito, el cónsul temió no encontrar la suya. Dedujo que el botones era miope porque se tropezaba con bolsos y trofeos de caza mientras apartaba todas las maletas oscuras y se agachaba a mirarles de cerca el número de consigna. Bertoldi recorrió la pila con ojos ansiosos hasta que descubrió un bulto azul con el cerrojo saltado. El corazón le dio un vuelco y mientras levantaba un dedo tembloroso para señalar el lugar, sintió un súbito dolor en las muelas. El empleado se acercó, comparó el número del ticket con él de la etiqueta y empezó a tirar de la manija como si quisiera hacer avanzar a un elefante. Bertoldi saltó por encima de la balanza y quiso darle una mano.

– ¡No blanco adentro! -gritó el botones y Bertoldi se mordió los labios pensando que era la segunda vez en la noche que un negro lo echaba de alguna parte. Volvió al otro lado del mostrador y observó los forcejeos del hombre con las manos crispadas. Por fin la maleta zafó, aplastada y deforme, y el negro la echó sobre el mostrador. Bertoldi vio, con alivio, que la otra cerradura seguía en su lugar y fue hasta el ascensor cargando las dos valijas.