El gerente le dio otra vez la bienvenida, como si fuera un viejo cliente y le ofreció una habitación con vista al lago. El cónsul pidió que le reservaran un lugar en el ómnibus para Tanzania y dejó que le subieran el equipaje mientras terminaba de llenar la ficha.
Una vez en la habitación puso la ropa a secar, abrió la valija y se sentó a mirar los billetes. Estuvo inmóvil un cuarto de hora y luego cambió de posición para contemplarlos desde otro ángulo. Las muelas habían dejado de molestarlo y se sentía protegido y sereno. Encendió un cigarrillo y abrió la maleta que había traído del consulado. Puso el retrato de Estela sobre la mesa de luz y le prometió que regresaría a buscarla antes de que echaran sus restos a la fosa común. Sintió que su voz sonaba poco convincente, y se enmarañó en explicaciones hasta que sonó el teléfono y el conserje le avisó que su pasaje a Dar-es-Salaam estaba confirmado. Colgó y se quedó en silencio con los ojos cerrados. Imaginó la bronca de Mister Burnett, de plantón frente al consulado, esperándolo en vano, para exigirle la capitulación, y se puso a tararear Chau, otario. Se vistió y guardó un fajo de billetes en un bolsillo. Luego puso un poco de ropa junto a la plata y cerró la valija azul con cuidado. Pensó que era hora de probar el pulpo y la langosta con una botella de blanco del Rhin, y bajó al comedor.
El salón lo desilusionó un poco: había demasiada iluminación y la música estaba muy fuerte. En el centro; una fuente despedía luces de colores que teñían las caras y las ropas de los comensales. El maítre lo acompañó a la barra y el cónsul eligió un gimlet porque le sonaba de alguna parte. La mitad de las mesas estaban vacías, pero varias tenían puesto el cartel de reservadas. Al otro lado de la barra, bajo un cuadro con una escena de caza, estaba la adolescente casi desnuda que había visto las otras veces en elhall. Tenía el pelo abandonado y rubio como el de una muñeca y por los labios entreabiertos asomaban los dientes como pastillas de menta. Los pechos cabrían en las manos de un chico y en las piernas bronceadas chispeaba! una pelusa dorada y suave. Una gota de agua o de sudor le brillaba entre las cejas. Estaba sola con su refresco, mordiéndose las uñas, y el cónsul tuvo la impresión de que lo miraba con ojos de ballena encallada.
Pidió otro gimlet y se preguntó si la muchacha tenía edad para andar sola por el mundo. Recorrió el salón con la vista para estar seguro de no tropezar con algún diplomático y la miró con una sonrisa que quería ser sugestiva. Se sorprendió al ver que ella le devolvía el gesto escondida detrás del vaso de Pepsi y no supo qué hacer. Su respiración se aceleró y miró en el espejo el traje ordinario y arrugado. Se deslizó del taburete y rozó el piso con la punta de los zapatos mojados, como si temiera que se escucharan sus pisadas. La adolescente mordió el vaso y estiró el cuerpo para mostrar las puntas de los pechos. Bertoldi presumió que sólo estaba jugando, pero ya caminaba hacia ella con el gimlet en la mano y cinco mil dólares en el bolsillo. Cuando se sentó a su lado, la muchacha volvió a sonreír y lo miró de arriba abajo.
– ¿Puedo invitarla con algo más estimulante? -dijo el cónsul y señaló con una mueca la botella de Pepsi. La adolescente lo miró, divertida, y respondió con un susurro:
– Champagne, si le parece.
El cónsul lo pidió con un gesto aparatoso a un hombre de chaqueta negra sin advertir que no era el barman, sino el cajero. Luego señaló otra mesa, más íntima, y la adolescente se levantó apartándose el pelo de la cara. Las pulseras eran lo más abrigado que llevaba y se movía como si el mundo tuviera que detenerse a verla pasar. El cónsul la dejó avanzar, le miró las caderas redondas, y se puso a buscar un tema de charla que no sonara a desilusión.
La muchacha eligió un lugar junto a la fuente y dijo un nombre sueco o danés casi sin mover los labios. El cónsul estuvo a punto de tenderle la mano, pero se contuvo y se presentó con un nombre cualquiera. Estuvieron un rato en silencio, sonriendo, hasta que el camarero dejó el balde y las copas sobre la mesa. Bertoldi lo despidió con un gesto y tomó la botella con una servilleta. Había empezado a aflojar el corcho cuando tuvo la sensación de que desde las otras mesas se volvían para mirarlo. Quizá eran las ropas ordinarias o sus gestos torpes los que llamaban la atención, pero ya no recordaba con qué movimientos se abría el champagne. Forcejeó un momento, tratando de mantener la conversación y una sonrisa, hasta que el corcho saltó con un ruido que quedó flotando en el salón y los comensales volvieron a sus platos y a sus murmullos monótonos. El cónsul llenó las copas hasta la mitad, como supuso que debía hacerse. Un delgado hilo de agua corrió sobre la etiqueta del Cordón Rouge y fue a caer sobre el pantalón, mientras la muchacha miraba al cónsul como quien hace un hallazgo curioso.
– ¿Hace mucho que está en este basural? -preguntó y prendió un cigarrillo largo y muy fino.
Lo suficiente para arruinar a un hombre -respondió Bertoldi y levantó su copa-. Permítame brindar por este encuentro.