Chocaron las copas y bebieron sin apuro. También ella daba la impresión de escapar de algo.
– ¿Trabaja de guía? -preguntó la adolescente por decir algo.
– No, si yo me pierdo hasta en el jardín.
– Déjeme adivinar entonces… ¿Negocios? No, no tiene cara… ¿Se puede saber de dónde sacó ese traje?
– ¡Ah! -el cónsul se miró el saco de botones descosidos-. Es que no me gusta presumir…
– ¿El que tiene plata hace lo que quiere?
– Algo así.
– No le creo. Parece que viniera de la guerra.
El cónsul se rió y miró a los costados.
– Soy argentino -dijo orgulloso, pero la adolescente no parecía enterada-. Y usted, ¿qué hace aquí?
– No creo que le interese.
– Me interesa.
– Bueno… Suponga que llegué a Bongwutsi con un conjunto de rock a buscar sonidos nuevos y que los negros se comieron a los otros…
– Está bien. ¿Por qué no?
– Suponga, si no, que tuvimos una discusión por celos, y esas cosas, y que a la baterista se le fue la mano con el whisky y con el porro. Cuando se despertó los otros habían tomado el avión sin ella.
– De acuerdo, siempre hay un avión que se va sin nosotros.
– ¿Me cree?
– Claro que le creo. ¿Qué le parece si cenamos y me cuenta toda la historia? Hace tiempo que quiero probar la langosta.
– Usted parece Donald Sutherland después de un terremoto. ¿Lo ofendo?
– Para nada. ¿Quiere ver el menú?
– Arriba hay un comedor más privado. ¿Nos alcanza la plata?
– Nos sobra. Podemos tirar manteca al techo, si quiere.
– Yo canto contra la gente rica. ¿No le molesta?
– ¿Por qué? Me gustaría escucharla.
– En una de esas… Cuando tomo mucho hago tonterías y después no recuerdo nada. Sobre todo si necesito un billete de avión.
Sentada parecía toda desnuda. El cónsul se levantó sonriendo y fue a guiar el movimiento de la otra silla. Un olor fresco le llegó desde el cabello de la muchacha y le produjo un mareo agradable y fugaz. Caminaron juntos, casi tocándose las manos. Al pasar frente a la barra, Bertoldi tiró unos cuantos billetes sin contarlos y siguió, airoso, el camino hacia los ascensores.
Cuando llegaron al último piso ella se había dejado rozar las yemas de los dedos y conservaba la sonrisa con naturalidad. Se detuvo un instante a mirar el aguacero que golpeaba los cristales de la terraza y el cónsul aprovechó la llegada del maítre para tomarla de un brazo. Tuvo la sensación de estar tan lejos de O'Connell y de Bongwutsi como si ya hubiera atravesado el océano. Señaló una mesa que parecía suspendida entre las luces de las colinas y se dijo que desde esa noche su vida sería siempre así. Acomodó la silla de la adolescente y en voz muy baja, con un billete de cien dólares en la mano pidió un bouquet de rosas de Holanda. La muchacha sacó un cigarrillo y Bertoldi le dio fuego mientras acostumbraba la vista a la oscuridad y el oído al ruido de la lluvia. Entonces, disimulado en un rincón, detrás de la mesa de los postres, distinguió el brillo de los cromos de un sillón de ruedas. El corazón le dio un vuelco y movió la cabeza hacia elperchero donde colgaba, robusto e inconfundible, un solitario sombrero lejano.
La adolescente advirtió que Bertoldi se había quedado petrificado y buscó entre la gente alguna cara de mujer alterada por los celos. Todas parecían indiferentes, salvo una rubia que mascaba chicle y abría las rodillas para que el paralítico arrugado como un chimpancé le metiera la mano en la entrepierna. La rubia dijo "oia", sacudió el brazo del hombre arrugado y señaló la mesa donde el camarero entregaba un ramo de rosas rojas a la adolescente casi desnuda. Los tres cowboys que acompañaban al paralítico dejaron los tenedores. El cónsul se cubrió la, cara con una mano, pero era consciente de la inutilidad de su gesto. El tejano divisó un momento entre la semioscuridad, sacó unos anteojos del bolsillo de la camisa y, se los puso sin mover la otra mano de las piernas de la rubia. Bertoldi sacó unos cuantos billetes y los dejó bajo una copa.
– Lo lamento -dijo-, acabo de acordarme que tengo, algo muy urgente que hacer. Ojalá nos hubiéramos conocido en otra circunstancia.
– ¿De qué huye?
– Ya le dije: es largo de contar. Brinde por mí y vuelva a la civilización.
La muchacha miró el dinero y calculó que había de sobra para un billete a Copenhague.
– Usted es un espía o algo así, ¿no es cierto?
El cónsul ya estaba de pie y se acercó a besarla en una mejilla.
– A su lado me estaba sintiendo James Bond.
Le temblaban los labios mientras iba hacia la escalera de servicio. Cuando pasó junto a la rubia, el paralítico estiró un brazo e intentó agarrarlo del saco mientras gritaba:
– ¡Ahí está! ¡Policía! ¡Ese es el falsificador de Moscú!