– ¿Inglés? -preguntó.:
El irlandés negó enfáticamente con la cabeza y se llevó una mano a la solapa del smoking donde tenía prendido el escudo de Boca Juniors. El negro se inclinó a mirarlo y llegó a la conclusión de que se trataba de uno de los embajadores invitados.
– Es a pistola -dijo, y señaló hacia el jardín-. Mala puntería.
O'Connell bajó la cabeza, abatido. Pensó que tenía que escapar de allí para buscar el cuartel general de los sublevados y aclarar su situación. Estiró las piernas y sintió que le volvían las fuerzas. Los negros conversaron un momento entre ellos y salieron por la puerta principal. El irlandés intuyó que había llegado el momento y se paró. Todavía estaba atontado, pero podía caminar. Al pasar junto a las mesas tomó una botella por el cuello y contempló la ventana abierta. En el momento que acercaba una silla para saltar, oyó a uno de los negros que llegaba a la carrera.
– ¡No caminar! ¡Esperar doctor! -gritaba, y alcanzó a tomarlo de un brazo. De pie sobre la silla, O'Connell levantó la botella y la destrozó sobre la cabeza del ayudante de cocina. Al ver al negro sentado, sangrando por la nariz, el irlandés pensó que tendría que justificar ante Quomo su conducta de esa noche. Ganó la calle por la puerta trasera y vio las limusinas de los embajadores estacionadas a lo largo del bulevar. Pensó que lo primero que tenía que hacer era ir a buscar sus armas al consulado y avisar a Bertoldi que había llegado el momento de atacar la zona de exclusión antiargentina. Imaginó al cónsul tomando posesión de la embajada británica y se dijo que también ese hombre humillado por el imperialismo y dejado de la mano de Dios tenía derecho a compartir los primeros pasos que daba el hombre nuevo en ese olvidado lugar de la tierra.
43
El sultán y Lauri entraron en la cabina de mando donde Quomo estaba recostado leyendo Le Monde. El Katar controló el piloto automático, leyó los instrumentos y se instaló en el asiento del comandante. Se hacía de noche y el desierto tomaba un color gris profundo.
– ¿A qué aeropuerto vamos? -preguntó.
– Ningún aeropuerto -dijo Quomo y sacó los pies de encima del tablero-. Vamos a bajar en el lago.
– A tanto no me puedo comprometer. No tengo experiencia en amerizaje.
– Déjeme a mí. ¿Cuándo empezamos a ver selva?
– Para eso hay que decirle a la computadora que cambie el rumbo, porque en esta dirección vamos a Arabia Saudita. ¿Cuál es la coordenada de Bongwutsi?
– Pruebe doce grados siete minutos sur, a ver si encontramos la cuenca del Nilo, después yo me oriento solo.
El Katar se colocó los auriculares y apretó unos botones en la computadora. Una larga lista de aeropuertos apareció en la pantalla.
– Lusaka, mil ochocientos kilómetros. ¿Le sirve el dato?
– No, pero corrija dos grados al este a ver qué pasa. Usted, Lauri, apague ese cigarrillo y vaya con Chemir a preparar las armas. Hay que llegar haciendo ruido.
Lauri aplastó la colilla en el cenicero.
– ¿Cómo hace para adivinar los números de la ruleta? -preguntó.
Quomo se volvió y lo miró a los ojos.
– ¿Qué le pasa? ¿No está de acuerdo con el refrán?
– Me pone nervioso que acierte siempre. Podríamos estar limpiando algún casino en lugar de ir a hacernos matar en la selva.
– Disculpe -interrumpió el sultán-, pero no me autorizan a entrar en el espacio aéreo de Bongwutsi. Pusieron bombas en la pista y el aeropuerto está cerrado.
– ¿Está seguro? -Quomo manoteó los auriculares y pidió a la torre que repitiera el mensaje. Estuvo un minuto escuchando con la boca abierta.
– ¡Carajo con el irlandés! -gritó al fin. Su cara había rejuvenecido diez años.
– Bombas -repitió el sultán, absorto.
– ¿Cómo sabe que fue O'Connell? -preguntó Lauri.
– ¿Quién va a ser si no? Tenemos que llegar antes de que los ingleses manden los paracaidistas. Si conseguimos eludir los radares, en un par de horas estamos allá.