– Cuarto.
– Ahora veo. ¿De dónde es usted? Lauri recogió el botón del saco y se lo alcanzó.
– Argentino, señor. Sudamericano. El borracho asintió, como si la precisión geográfica estuviera de más. Del bolsillo sacó una petaca y le dio un trago. Observó un instante al argentino como si tratara de descubrir de qué estaba hecho y luego salió al pasillo. No estaba listo para presentarse en sociedad, pero podía caminar solo. Antes de irse miró la cerradura destrozada, levantó el pulgar izquierdo y mostró una sonrisa de dientes perfectos.
– Felicitaciones por lo de las Falkland -dijo, y desapareció por la escalera.
4
Mientras atravesaba la explanada, el cónsul reconoció el Lancia de la embajada italiana que se había detenido frente a la entrada del palacio. Estuvo a punto de acercarse, pero advirtió que el commendatore Tacchi le suplicaba con un gesto que no lo hiciera. Se quedó un momento parado sin saber qué hacer y vio llegar, encolumnados, los autos de todos los diplomáticos occidentales. Una jirafa cruzó por el jardín y fue a perderse en el bosque. Sobre las flores volaban tábanos gordos como corchos. Recordó que la escarapela argentina había quedado en el fondo de un canasto de papeles y volvió sobre sus pasos. Los embajadores rodeaban a Mister Burnett, que fumaba una pipa y hablaba sin parar. La guardia del palacio presentaba armas mientras dos ordenanzas extendían un toldo sobre las cabezas de los blancos. Bertoldi se deslizó sigilosamente por entre las columnas y llegó al hall mientras los otros subían por la escalera principal. A la derecha, frente al óleo con la imagen del Emperador, reconoció la oficina donde le habían quitado la escarapela. Entornó la puerta, miró hacia afuera, y se arrodilló a remover papeles y colillas hasta que encontró la cinta celeste y blanca. La sopló para quitarle la ceniza y volvióa prendérsela en la solapa.
Cuando se puso de pie y se vio en el vidrio de la puerta, se dijo que era el único argentino en ese lejano rincón del mundo y por lo tanto el honor y la dignidad dela patria en guerra dependían enteramente de él. Salió de la oficina erguido, sudando, con la garganta seca, pero colmado de orgullo. Los embajadores ya no estaban a la vista, de modo que bajó por la escalera principal y sintió, sin necesidad de mirarlos, que los guardias levantaban las bayonetas para saludarlo.
Cruzó un jardín adornado por estatuas copiadas de Buckingham y enfiló por la ruta desierta. El asfalto se estaba derritiendo, pero el cónsul sabía que era peligroso salir a la banquina a causa de las serpientes.
Estaba llegando a una curva, cuando en la ruta apareció Un camión de la municipalidad. Era un Chevrolet 47 azul Con un solo guardabarros y la cabina llena de parches. Bertoldi se dio vuelta, agitó los brazos y se quedó en medio del camino esperando que se detuviera. El chofer, vestido con una remera de Camel, miró al blanco con curiosidad y le hizo señas de que subiera atrás. Bertoldi dudó un momento y corrió a trepar por la baranda. En la caja iban cuatro peones mugrientos, cubiertos con sombreros de paja. Uno, al que le faltaba una oreja, lo ayudó a subir tomándolo de un brazo. El cónsul fue a apoyarse sobre una pila de caños de cemento y se limpióla cara. Los negros lo observaban en silencio; el más jovenle alcanzó una botella de agua y le indicó un cajón donde sentarse.
– Coche roto -dijo el que tenía una sola oreja.
– No -Bertoldi movió la cabeza-. Guerra.
– ¿Guerra? ¿Otra vez?-. Los peones se miraron entre ellos, inquietos.
– No, no aquí. Guerra mía -se tocó la escarapela y sonrió al escucharse hablar-. Argentina invadió Malvinas.
Los negros volvieron a mirarse sin entender. El cónsul tomó un trago y dejó que el agua le mojara la cara.
– Yo, argentino. Sudamérica. Británicos rendirse. Islas ahora nuestras.
– ¿Sudamérica invadir islas británicas? -los ojos del que tenía una sola oreja parecían a punto de reventar.
– Ingleses huir -asintió Bertoldi.
El peón que hablaba inglés vaciló un momento mientras sus compañeros seguían expectantes cada uno de sus gestos. Al cabo de un momento se dio vuelta y empezó a traducir atropelladamente. Los otros lo interrumpieron, varias veces, pero él siguió su relato acompañándolo con ademanes, ruidos e imprecaciones al cielo. Uno de los que escuchaban levantó la pala y la descargó varias veces sobre el techo de la cabina. El camión frenó, sacó dos ruedas del camino y se detuvo en medio de una polvareda. El conductor saltó al asfalto poniéndose el sombrero. El de una sola oreja le habló en su lengua mientras señalaba al cónsul, que se había puesto de pie.
– ¿Inglaterra rendirse?
Bertoldi asintió con un gesto solemne.
Los que estaban en la caja empezaron a discutir entre ellos. El que tenía una oreja de menos se acercó al cónsul yle puso una mano sobre el hombro.