En cambio, los héroes de la segunda película eran negros y la acción se situaba en la selva de Vietnam. Los comunistas torturaban horriblemente a los soldados norteamericanos y el único protagonista blanco ideaba el plan para huir del campo de prisioneros. Bertoldi tomó un trago de whisky y volvió a dormirse. Abrió los ojos cuando una música estridente acompañaba la fuga de los soldados que habían recuperado la bandera de las barras y las estrellas y uno de los negros moría abrazado a ella.
Poco antes de que se prendieran las luces guardó la botella, se puso el impermeable y el sombrero, y se apuró para no mezclarse con la multitud. Cuando quiso levantar la maleta, sintió que la manija se le escapaba de entre los dedos. Las manos vacías empezaron a temblarle y se agachó entre las butacas alumbrándose con la llama del encendedor. La música siguió, épica, mientras desfilaba el reparto de actores secundarios y la gente recogía los pilotos. Entonces Bertoldi vio que el cerrojo de la valija había cedido. El tubo de dentífrico rodaba por la pendiente del pasillo y la ajada foto de Carlos Gardel desaparecía bajo un manto de billetes flamantes, desparramados a los pies del público.
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El teniente Tindemann no estaba dispuesto a compartir con el coronel Yustinov el mérito de haber descubierto al correo del Foreign Office. Al salir de la embajada británica se dijo que tenía que comunicar la novedad a Moscú antes de que regresara su superior y luego pasaría la noche en vela para descifrar las cartas.
Cuando llegó a la zona antiargentina, los guardias ingleses le dieron la voz de alto y uno de ellos le enfocó la cara con una linterna. El teniente saludó con una mirada helada y un cabo le hizo la venia antes de preguntarle, con la voz respetuosa de un subordinado, si tenía novedades del duelo. En un trabajoso inglés Tindemann les contó que aún no había heridos, y los guardias volvieron a la garita. El teniente cruzó la calle con el paraguas abierto y cuando se dirigía a la residencia soviética vio que el capitán William Standford estaba parado frente a la puerta.
Contrariado, Tindemann confirmó la excelente opinión que tenía de los servicios británicos y pasó de largo tratando de disimularse en la oscuridad. En la primera esquina se detuvo a encender un cigarrillo y comprendió que Standford empezaba a seguirlo. Cerró el paraguas y corrió por una calle solitaria y resbaladiza. Con la mano libre protegía el paquete de cartas que llevaba bajo la chaqueta y con la otra apuntaba el paraguas hacia adelante por si encontraba algún obstáculo en la oscuridad. Era la primera vez que salía solo a esa hora y temió que alguien lo atacara para robarle. Cuando vio las luces del Sheraton, al fondo de la calle, se tranquilizó y avanzó a paso normal por el asfalto lleno de pozos y lagunas. Al llegar a la calle comercial se volvió- y supuso que Standford ya no iba detrás de él. Era seguro que a esa altura el británico ya habría dado la alarma y pensó que lo más razonable sería buscar un escondite donde el coronel Yustinov pudiera hacerle llegar sus instrucciones. El plan de avisar inmediatamente a Moscú había fracasado y lo importante, ahora, era poner a salvo los documentos. Sabía que el uniforme del Ejército Rojo lo exponía a las miradas indiscretas y le pareció que lo más acertado sería tomar una habitación en el Sheraton y, desde allí, comunicarse por teléfono con el coronel.
En ese momento, el cine que estaba al otro lado de la calle abrió sus puertas y la gente empezó a salir abriendo los paraguas. De pronto hubo un revuelo y todos regresaron corriendo a la sala. El teniente pensó que tal vez se le presentaba una buena oportunidad para conseguir un abrigo que le cubriera el uniforme, de modo que cruzó la calle y se mezcló con la gente. A medida que advertían la presencia de un militar blanco, los nativos se apartaban para dejarlo pasar. Tindemann corrió la cortina y se encontró con la gente parada sobre las butacas. Los negros habían dejado libre el pasillo donde Bertoldi estaba de rodillas y hablaba solo. Con una mano tiraba de la valija desvencijada y con la otra recogía los billetes como si juntara hongos. A veces se metía bajo una butaca y volvía con un puñado de dólares flamantes que depositaba sobre una bandera celeste y blanca.
Los nativos seguían sus movimientos con un respetuoso asombro. De vez en cuando un chico se agachaba, tomaba uno de los billetes y se lo alcanzaba, como quien rinde su primer examen de cortesía en público.
El teniente Tindemann nunca había visto semejante cantidad de dinero y de inmediato sospechó quelas cartas del Foreign Office y los dólares desparramados en el piso del cine, estaban estrechamente relacionados. Retrocedió para que Bertoldi no lo viera, recogió un piloto azul olvidado en una butaca y se abrió paso entre la gente que se amontonaba en las puertas.
El impermeable le iba unpoco chico, pero servía para taparle el uniforme. Se quitó la gorra, cruzó la calle y fue a refugiarse bajo la marquesina de una farmacia. Desde allí vio pasar un Austin de la embajada británica, conducido por el capitán Standford que miraba hacia uno y otro lado por las ventanillas abiertas. Tindemann concluyó que a esa altura todas las embajadas del Pacto de Varsovia estarían vigiladas y que lo mejor que podía hacer era entrar al hotel. Pero antes quería saber a dónde se dirigía el argentino con el dinero.