Encendió un cigarrillo y esperó recostado en la pared. Al rato vio salir al cónsul, seguido por una multitud, como si encabezara una procesión. Caminaba doblado, con la valija apretada contra el pecho y a ratos se daba vuelta y hacía gestos para alejar a los curiosos. El teniente esperó a que pasaran a su lado, desplegó el paraguas y se unió a la caravana que dobló la esquina en silencio, como hipnotizada
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Apoyándose en las paredes, O'Connell se alejó del bulevar para no encontrarse con las patrullas de los sublevados. Se reprochaba el individualismo, la ceguera y la incredulidad que le habían impedido advertir la maduración ideológica de las masas explotadas de Bongwutsi. Había estado a punto de pagar el error con su vida y hasta que no aclarara su situación sería considerado un blanco más, un enemigo del pueblo.
La lluvia empezaba a despabilarlo, pero todavía no podía pronunciar una palabra. Tenía la lengua insensible y se dijo que debería explicarse por escrito ante el comandante. Buscó en el bolsillo interior del smoking y encontró la lapicera con que Bertoldi había dibujado el plano de la embajada. Si Quomo había establecido su cuartel de operaciones en el consulado argentino, lo más prudente sería presentarse ante él con un parte de lo sucedido para evitar cualquier confusión.
Llegó a la plaza del mercado, cubierta por una laguna pestilente, y vio que la estatua del Emperador seguía en su lugar, por lo que dedujo que los rebeldes no tenían aún el control de la ciudad.
Cruzó a la recova y entrevió, en la penumbra, a los mendigos que dormían como si no pasara nada. Tomó por una calle lateral y caminó con el agua a los tobillos. Buscaba un bar para sentarse a escribir su informe. Desde la esquina divisó la luz roja de un farol a kerosene y supuso que se trataba de una boite o un club nocturno. Se acercó por la vereda, chorreando agua por las botamangas y cuando iba a saltar sobre una alcantarilla vio aparecer, al fondo de la calle, una columna que marchaba detrás de un hombre que parecía conducirla a los gritos.
O'Connell se agachó y fue a ocultarse en un corredor. Desde allí podía verlos avanzar en la oscuridad: el que los mandaba tenía una valija y hablaba un idioma que el irlandés no podía comprender. Parecía enojado y a cada rato se detenía para arengar a sus seguidores. O'Connell se dijo que la voz le resultaba conocida y esperó a que elhombre pasara bajo una luz para estar seguro de que se trataba del cónsul Bertoldi.
La fila que lo seguía era larga y ordenada y los negros parecían dispuestos a acompañarlo hasta el propio infierno. Pero lo que más sorprendió al irlandés fue que con ellos desfilaba también el militar soviético que un rato antes lo había arrojado por la ventana. Por un momento estuvo tentado de darse a conocer, pero lo detuvo la certeza de que si el ruso estaba allí, el cónsul había caído en una trampa.
Los vio descender hacia el puerto y conjeturó que Bertoldi se disponía a atacar el arsenal de la marina. Notó, con cierto orgullo, que el argentino se había puesto su sombrero, y pensó que en la valija llevaría las armas y los explosivos con los que él había hecho las campañas de diecisiete sublevaciones.
Ahora le aparecía con toda claridad que los soviéticos se disponían, como siempre, a copar la insurrección. ¿Había aceptado Quomo una alianza táctica o se trataba de una decisión del propio Bertoldi al calor de la lucha? De cualquier manera, O'Connell reconoció que el cónsul había ocultado muy bien sus planes y se sintió el más estúpido de los mortales al comprobar que estaba quedándose al margen de la revolución.
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En un primer momento, el cónsul temió que los nativos le arrebataran la plata, pero enseguida comprendió que estaban tan impresionados que no alcanzaban a distinguir entre la película que acababan de ver y la realidad que hallaron al encenderse las luces.
Al ver que lo seguían, pensó que iban a conformarse con acompañarlo por las calles del centro, pero pese a sus advertencias entraron detrás de él por los pasajes más angostos y oscuros. Sin la manija, la maleta le parecía doblemente pesada y difícil de llevar. Tenía que ir a la parada de ómnibus, pero antes debía sacarse de encima a los negros. Varias veces les preguntó qué demonios querían, y como no obtuvo respuesta, se conformó con insultarlos en español hasta que llegaron a la plazoleta del arsenal. Bertoldi aprovechó la luz para sentarse en un banco, junto al mástil, y arreglar la manija destartalada. Los negros formaron un semicírculo y se quedaron mirándolo, mudos, como si esperaran que les hiciera un discurso. El teniente Tindemann se ocultó detrás de un árbol, a espaldas del cónsul. El argentino se dijo que tenía que alejar a esa multitud antes de que la policía se acercara a curiosear. Entreabrió la valija y tomó al azar algunos billetes de cien. Los miró con pena, les arrancó las fajas selladas por el banco y los lanzó al aire como papel picado. Los nativos saltaron como sacudidos por una corriente eléctrica. Los que lograban atrapar un billete corrían calle arriba perseguidos por los que habían tenido menos suerte. Los demás, enredados en el amontonamiento, se debatían y peleaban, pero cuando el billete se rompía trataban de ponerse de acuerdo para ir a recomponerlo al mismo bar. Los marineros que custodiaban el arsenal oyeron el griterío y se acercaron al lugar dando voces de alerta y preparando las armas.