Dos papeles de cien, que no habían terminado de despegarse, planearon hasta los pies del teniente Tindemann. Los negros que llegaban corriendo tras ellos se frenaron a tiempo para evitar el paraguazo del soviético y se quedaron mirándolo con envidia. Tindemann se agacho, tomó los doscientos dólares y los guardó diciéndose que tal vez serían tan falsos como las libras que le había quitado al correo del Foreign Office.
El cónsul aprovechó la confusión para levantar la valija y deslizarse por la escalerilla de un barco cargado con plantas de tabaco que despedían un olor penetrante y dulzón. Mientras se escondía, escuchó los balazos que los guardias tiraban al aire y recordó, por un instante, su entrada triunfal a la zona de exclusión.
Los nativos se desbandaron y corrieron a refugiarse en la oscuridad. Algunos chicos quedaron en medio de la plazoleta, llorando, y las mujeres volvieron a buscarlos. El teniente Tindemann se arrojó al suelo, reptó por los canteros, entre las flores, y antes de esconderse detrás de la base del mástil recogió otro billete que flotaba sobre un charco. Había perdido la gorra y cuando se apartó el mechón de pelo embarrado que le cubría la frente, se dio cuenta de que era la primera vez que se encontraba bajo fuego.
Los guardias lanzaron otra salva de advertencia y los negros que se habían escondido detrás delos árboles se dispersaron por el puerto. El cónsul, oculto entre las hojas de tabaco, contó el tiempo que faltaba para la salida del ómnibus. Calculó que habría perdido tres o cuatro mil dólares para alejar a los negros, pero lo que más le preocupaba era la posibilidad de que se corriera la voz y salieran a buscarlo por toda la ciudad.
Al ver que los guardias de marina volvían a sus puestos, el teniente Tindemann fue a recoger la gorra y el paraguas y se fijó si el cónsul seguía por allí. Sabía que con la valija a cuestas no podía llegar demasiado lejos. Se acercó al farol y sacó del bolsillo todos los billetes que había juntado esa noche. Tanto las libras como los dólares le parecieron falsos, pero bien fabricados, y pensó que quizás no hiciera falta agregarlos a su informe.
Por la ruta de la costa apareció el Austin de Standford y por la avenida un coche de la policía. Ambos se cruzaron en la plaza y el patrullero fue a detenerse frente a la, guardia del arsenal. El teniente se aplastó contra el césped y vio a dos negros de uniforme que bajaban del auto con grandes linternas. Pensó que sería embarazoso para un oficial del Ejército Rojo tener que explicar por qué estaba chapuceando en el barro a esa hora de la noche. Buscó una vía de escape y se deslizó hacia el muelle, donde se topó con la escalerilla de un barco del que llegaba un dulce aroma a tabaco fresco.
48
La claridad de la luna recortaba los picos de las montañas e insinuaba los contornos de los bosques. El Boeing volaba a tres mil metros cuando el sultán indicó la proximidad del Kilimanjaro. Quomo lo situó en el radar y giró el timón a la izquierda. Lauri aplastó la cara contra una ventanilla y la cumbre nevada le pareció un gigantesco helado de crema. Un rayo cayó sobre las montañas más bajas. El Katar no se llevaba bien con la computadora, y al caer la noche cerrada habían perdido el curso del Nilo. También él se había quedado absorto con el espectáculo y despertó a Chemir para que no se lo perdiera.
– La otra vez nos estrellamos cerca de ahí -dijo el rengo mientras se despabilaba.
– ¿También vinieron en avión? -preguntó Lauri.
– Con un Cessna chico. Había que bajar por todas partes a cargar combustible. Cuando pasábamos por acá se plantó una turbina y caímos sobre un cafetal. Estuvimos tres meses en la selva.
– Dos -dijo Quomo-; hasta que nos encontró un helicóptero cubano.
– A mí se me hizo más largo -dijo Chemir-. Cuando llegamos, los chinos habían copado la revolución.
– ¿Cómo remontaron eso? -preguntó El Katar.
– Los cubanos nos dieron una mano con la gente que tenían en Angola -dijo Quomo-. En ese tiempo los yanquis apoyaban a los maoístas que nos querían meter la Revolución Cultural a garrotazos. Les leían el Libro Rojo a loscampesinos, pero lo que para ellos es una cosa, para nosotros es otra, y había que discutir cada palabra para saber si quería decir lo que parecía que decía. Eso los desacreditó mucho y les dimos una paliza inolvidable en el norte.