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– ¿Usted estuvo en China? -preguntó Lauri.

– Seis meses -dijo Quomo.

– Yo fui embajador en Pekín -dijo el sultán-. ¿Qué hacía usted allí?

– Me entrenaba en la Revolución Cultural.

– Acaba de decir que la combatió en Bongwutsi.

– Pero primero aprendí cómo hacerla, en Shangai.

– Usted es desconcertante -dijo el sultán.

– Tal vez. Fíjese si ya retomamos el Nilo.

– No doy pie con bola con la computadora.

– Vea eso usted, Lauri.

El argentino hizo un gesto al sultán para que le hiciera lugar y se agachó frente a la pantalla.

– Si acabamos de pasar el Kilimanjaro tenemos que estar en Tanzania. ¿Cuál es la posición de Bongwutsi respecto de Dar-es-Salaam?

– Unos dos mil trescientos kilómetros al suroeste.

– Acá está la coordenada. No es tan difícil, agregue tres grados y seis minutos.

– Si lo hubiéramos tenido a usted la otra vez, el Cessna no se nos venía abajo, ni los rusos me fusilaban tan fácilmente.

– Al fin me reconoce algo. Olvídese del Nilo. En un rato más vamos a estar sobre el lago Tanganica.

– Ahí ya me ubico -dijo Quomo-. Tengan preparados los morteros y las granadas frente a las puertas de emergencia.

– ¿Seguimos bajando? -preguntó El Katar.

– Hasta doscientos metros. Ajústense los cinturones porque vamos a volar a ras del agua.

49

Pasada la medianoche, cuando todos los invitados estaban borrachos y cundía el desorden, Monsieur Daladieu intentó suspender el lance. Mister Burnett se negó categóricamente y acusó al francés de haberle entregado un arma con el cañón torcido. Los diplomáticos y sus mujeres habían empezado a lanzarse canapés y aceitunas por la cabeza y el embajador de Túnez hizo un escándalo cuando Herr Hoffmann, mientras festejaba una broma, apoyó la mano sobre una pierna de su esposa.

Mister Fitzgerald se empeñaba en destapar todas las botellas de champagne que dejaban los camareros y gozaba apuntando los corchos a la cara de los diplomáticos del Pacto de Varsovia. El coronel Yustinov se apartó cautelosamente del sector más belicoso, pero estaba demasiado borracho para hacer caso a los consejos del agregado cultural de Checoslovaquia y se puso a orinar en una botella vacía, a la vista de todos. El representante de Finlandia lo trató de cosaco grosero, pero las mujeres se desternillaban de risa y la esposa del embajador griego le arrojó un zapato que pasó de largo y fue a caer al jardín.

El teniente Wilson, de la guardia británica, estaba inspeccionando la zona antiargentina cuando el cocinero vino a avisarle que dos blancos y un negro se habían arrojado por una ventana del primer piso. El militar y su adjunto corrieron al salón donde estaban los heridos y comprobaron que faltaba uno de ellos. En su lugar hallaron al ayudante de cocina con la cabeza rota, que apuntaba un dedo hacia la ventana abierta. Quince minutos más tarde, cuando sus hombres terminaron de interrogar a los negros, el teniente se dijo que era hora de informar a Mister Burnett de lo ocurrido.

Mientras cruzaba el jardín rumbo a la cancha de tenis, advirtió que la situación en la tribuna era delicada. A través de los prismáticos pudo ver que el coronel Yustinov se había bajado los pantalones y mostraba las nalgas al resto de los invitados. Los otros embajadores, y con más entusiasmo algunas mujeres, trataban de hacer blanco en el trasero del ruso arrojándole aceitunas, trozos de queso y corchos de botella. Mister Fitzgerald, subido a caballito sobre uno de los camareros, luchaba contra Herr Hoffmann, que montaba al Primer Ministro de Bongwutsi. Al mover los largavistas, el capitán pudo divisar a dos mujeres que se besaban en los labios. Una de ellas había perdido un zapato y tenía la pollera recogida encima de las rodillas. Ajenos a cuanto los rodeaba, Mister Burnett y el commendatore Tacchi seguían disparando y recargando sus pistolas mientras Monsieur Daladieu les hacía señas ampulosas y gritaba en francés.

El capitán ordenó a su adjunto que hiciera comparecer de inmediato a un tirador de élite y fue a buscar ubicación entre los árboles, frente al embajador italiano. Alcanzaba a verlo de costado, pero el smoking lo desdibujaba en la oscuridad. El adjunto llegó con un soldado petiso, pelirrojo, de lentes, que traía un fusil con mira telescópica.

– Déle en la pierna -ordenó el capitán-. Dispare al mismo tiempo que ellos.

El soldado miró por encima de un ligustro y dijo que no garantizaba el blanco perfecto.