Monsieur Daladieu salió de la línea de tiro y los embajadores de Gran Bretaña e Italia levantaron sus pistolas una vez más. El commendatore Tacchi estaba cansado y abría la boca para respirar mejor. Los disparos salieron casi al mismo tiempo, seguidos de un eco metálico, y el italiano sintió un golpe en una pierna que lo lanzó hacia atrás. Trató de hacer pie, pero el terreno estaba demasiado resbaladizo y cayó de espaldas, aferrado a la pistola.
No sentía ningún dolor, pero había perdido los lentes y tuvo que cerrar los párpados para que la lluvia no le golpeara los ojos. Lo que más le molestaba era la risa grosera de Mister Burnett, que saltaba a su lado, salpicándole la cara con el barro de los zapatos. Cuando vio a Monsieur Daladieu inclinado sobre él, comprendió que había recibido un balazo y encomendó su alma al Señor. El francés pedía una ambulancia a los gritos, pero nadie le entendía y el commendatore Tacchi, antes de desmayarse, tuvo que soplarle la palabra en inglés.
50
La calle del consulado estaba silenciosa y vacía. O'Connell advirtió que Bertoldi había retirado la bandera antes de ponerse a la cabeza de las masas de Bongwutsi, y concluyó que su plan era izarla en el mástil de la embajada británica en el momento de la victoria. La casa, a oscuras, parecía abandonada, y era claro que Quomo no se encontraba allí. O'Connell pensó, entonces, que el argentino podría haberle dejado un mensaje, o alguna clave que lo condujera hasta el cuartel general del comandante.
Dio la vuelta por el baldío, entre los charcos, y tropezó con los restos de la radio del cónsul, esparcidos entre el pasto. Forzó la ventana y al entrar al dormitorio aspiró un olor a naftalina que lo hizo arrugar la nariz. Prendió una vela que encontró sobre la mesa de luz y se sentó en la cama a descansar un momento. Se secó la cara con la sábana y trató de articular algún sonido, pero su lengua estaba como anestesiada. Al fin, convencido de que el soviético le había envenenado la sangre, O'Connell fue al despacho dispuesto a escribir su informe de situación.
Se quitó el smoking y los zapatos y se puso la ropa con la que había llegado a Bongwutsi. Tomó unas hojas de papel y escribió las primeras líneas con algunos tropiezos en la ortografía. De pronto notó que en la pared faltaba la foto del hombre de mirada melancólica; también estaba vacío el marco donde había visto la foto de Estela y el irlandés dedujo que Bertoldi había partido a la guerra con todos sus parientes a cuestas. Nunca se le hubiera ocurrido pensar que ese hombre triste, de apariencia timorata, ocultara una firme convicción revolucionaria. Pero desde chico, cuando su madre lo llevaba a las citas y a las reuniones de comando, O'Connell estaba acostumbrado a encontrar los personajes más extraños y contradictorios. Recordó a algunos pobres de espíritu que luego se convirtieron en militantes ejemplares, y supuso que el cónsul, exasperado por la agresión británica contra sus islas, se había unido a último momento a las tropas de Quomo. Buscó en vano un mensaje o la señal de una cita, y cuando oyó gritos en el sótano se dijo que quizá el francés podía darle noticias sobre el paradero de Quomo. Buscó la linterna en el bolso y abrió la tapa de madera. Desde abajo le llegó un olor a comida rancia y excrementos agusanados.
El agente Jean Bouvard estaba verde como un musgo y tan flaco que el pantalón se le había caído sobre los zapatos. Tenía los ojos desorbitados y rojos, y repetía un balbuceo metálico y deshilvanado. A sus pies había un plato con una mezcla de porotos y cáscaras de banana, y más allá la palangana inmunda rodeada de moscas. O'Connell se indignó al comprobar que Bertoldi no había cumplido la orden de lavar al prisionero y fue al baño a buscar un balde y una esponja. En una repisa encontró el jabón en polvo que usaba Bertoldi y lo mezcló con el agua hasta que obtuvo una mezcla espumosa y gris.
Cuando se acercó a Bouvard le vio una mirada que podía ser de odio o de resignación. Le volcó la mitad del balde sobre la cabeza y le tiró la otramitad contra las piernas desnudas. El francés lo escupió, y aunque no dio en el blanco, O'Connell renunció a la idea de pasarle la esponja. Quiso pedirle disculpas, pero sus labios semovieron en falso, como en las cintas mudas.
– Voy a matarlo -murmuró el francés y de su boca salía un gran globo, como si soplara un chicle-. Le juro que aunque tenga que seguirlo hasta el fin del mundo voy a cortarlo en pedazos.
O'Connell se dijo que tenía que hablar con ese hombre de cualquier modo. Sólo sabía escribir unas pocas palabras en francés, así que intentó hacerse entender por gestos.
Dejó la linterna sobre un peldaño de la escalera y levantó las manos pidiendo atención. Luego, con la punta de un dedo se tocó primero el pecho y después los labios, y retrocedió unos pasos para situarse en el haz de luz. Bouvard seguía insultándolo, pero en su cara empezaba a pintarse la curiosidad. El irlandés hizo el ademán de sostener un paraguas, se señaló el cuello e imitó el movimiento de una jeringa. Luego dibujó una ventana en el aire y juntó los dedos para describir un semicírculo que la atravesara hacia abajo. Bouvard redobló las maldiciones y amenazas por lo que O'Connell supo que no había logrado transmitir la idea con precisión. Volvió a levantar los brazos pidiendo silencio, y el prisionero, cubierto de espuma, le dedicó una mirada cansada. La luz empezaba a vacilar. El irlandés se llevó las manos a la cintura, flexionó las rodillas, y empezó a bailar como un mujik. Los saltos sobre un solo pie, con las rodillas dobladas, le hacían doler la espalda, pero quería ser claro y concluyó el mensaje con los brazos abiertos y la cabeza tumbada sobre el pecho. Cuando levantó la vista encontró a Bouvard con la boca abierta de asombro y la frente estragada por los tics. El moho había desaparecido de su cara salpicada de grumos de jabón y con la mano libre se tironeaba los pelos del pecho como un mono. Sonreía con una mueca extraviada, cerrando unojo.