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– Ya lo tengo… -dijo en un hilo de voz-: El acorazado Potemkin de Eisenstein…

O'Connell lo miró, desconcertado. El francés asentía con una sonrisa y se refregaba la mano libre con la otra, atada a una viga. Al irlandés le pareció inútil seguir contándole su historia y encaró la cuestión que más le interesaba. Trazó un signo de interrogación en el espacio y Bouvard asintió, entusiasmado. O'Connell apuntó el dedo hacia arriba para señalar el consulado y caminó unos pasos abatido, como lo hacía Bertoldi.

– Sin aliento, de Godard -dijo el francés y se quedó esperando la confirmación.

El irlandés movió la cabeza, resignado, y decidió llevarlo al despacho para explicarle mejor. La soga se había hinchado con la humedad y le costó desatarlo. Mientras subían por la escalera, Bouvard probó con otras películas y exigió que antes de comenzar con la mímica, el irlandés le indicara cuántas palabras tenía el título.

O'Connell lo acomodó en un sillón, tomó un papel y escribió Pas de cinèma. Y más abajo Veritè. No sabía si la ortografía era correcta, pero supuso que le serviría de ayuda. Bouvard echó un vistazo al papel y luego lo interrogó con la mirada. El irlandés encendió dos velas más y se puso a trotar alrededor del escritorio, golpeándose los labios con la mano derecha. Luego hizo el gesto de estirar un arco y disparar una flecha. Antes de que Bouvard pudiera responder, volvió a señalar en el papel la palabra Verité.

– Los negros -dijo el francés y pidió un vaso de agua. O'Connell lo aprobó y le dedicó un aplauso. Calculó que el prisionero no estaba en condiciones de escaparse y fue a buscar el agua. Mientras el otro bebía, se paró cerca de las velas y repitió la corrida, ahora con el puño en alto.

– Negros comunistas -dedujo Bouvard.

O'Connell asintió, contento. La afirmación no le parecía exacta, pero no era el momento de entrar en detalles.

Señaló el póster de las Cataratas del Iguazú pegado en la pared y caminó otra vez como Bertoldi.

– ¡Ah, claro, el argentino! -entendió Bouvard y dejó el vaso sobre el escritorio. De sus brazos chorreaba un líquido apestoso, pero se lo veía más animado. O'Connell dibujó una hoz y un martillo y empezó a hacer como si disparara una ametralladora.

– El argentino hace una revolución comunista -respondió el francés y reclamó un cigarrillo. O'Connell le alcanzó uno encendido y volvió a escribir: Avec Quomo et les Russes.

– ¿Quomo está en Bongwutsi? -se sorprendió Bouvard.

El irlandés asintió y le puso frente a los ojos la tarjeta de invitación al cumpleaños de la reina Isabel. Luego repitió el movimiento de la ametralladora.

– No me diga que atacó a los ingleses…

O'Connell movió la cabeza afirmativamente.

– ¡Increíble…! ¿Y usted…?

El irlandés abrió los brazos, como disculpándose, y fue a hurgar en su bolso. Bouvard podía comprender cómo se sentía un católico del Ulster traicionado y despojado de un millón de dólares. Pensó que si la revolución se había puesto en marcha con el dinero que Quomo le había robado en Zurich, su carrera estaba terminada. Se puso de pie tomándose de un estante de la biblioteca y pidió un par de aspirinas. Le quedaban dos alternativas: recuperar la plata o pedir asilo a los soviéticos y enterrarse para siempre en una granja de Ucrania.

O'Connell le pasó una tira de aspirinas y lo vio tan abatido que no se animó a encerrarlo otra vez. Lo despidió con un apretón de manos y lo miró alejarse tambaleando por el medio de la calle. Cuando la silueta del francés se borró bajo la lluvia, el irlandés pensó que el consulado argentino había dejado de ser un refugio seguro. Se sentó a terminar su informe al comandante Quomo y fumó, uno tras otro, los últimos cigarrillos. Releía cada párrafo a medida que ponía un punto, y sentía la tranquilidad de expresarse con más precisión que ante el agente Bouvard. En la última página anotó que se disponía a tirar contra el cuartel de los ingleses, los pocos cartuchos que le quedaban y, si Dios le daba ayuda, contra el propio palacio del Emperador. Hizo una gran firma, dobló los papeles hasta dejarlos del tamaño de un caramelo y los guardó en el crucifijo hueco que llevaba al cuello. Luego fue hasta el ropero y se probó un saco viejo del cónsul. Cerró la tapa del sótano, se echó el bolso al hombro, y antes de salir escribió sobre la pared donde había estado la foto de Gardel, la única frase queconocía en españoclass="underline" Hasta la victoria siempre.