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– ¡Festejar! -dijo, ehizo el gesto de empinar el codo. El chofer, cada vez más excitado, fue hasta la cabina y volvió con la manija del arranque, Bertoldi creyó oportuno señalar que estaba sin un centavo.

– No plata -dijo y tiró hacia afuera los bolsillos del pantalón. Los nativos interrumpieron la charla y lo miraron con desconfianza. Abajo, el chofer daba golpes de manija sin obtener más que un breve carraspeo del motor.

– ¿No festejar? -se indignó el más joven.

El cónsul se dio cuenta de que le sería difícil explicar su situación. Levantó la vista y encontró las miradas atónitas de los peones.

– No plata -repitió y volvió a sentarse- ingleses robar todo. Hubo un instante de silencio hasta que el de la oreja se puso de cuclillas frente al cónsul.

– Firma -dijo, comprensivo-. Paga mañana.

Bertoldi lo miró a los ojos y vio el destello de una sonrisa. Asintió sin pensarlo, como para sacarse el problema de encima. Los negros se pusieron contentos de golpe y empezaron a dar burras a la Argentina, y el cónsul tuvo que levantarse a estrecharles la mano por segunda vez.

El chofer dejó la manija en la cabina y les hizo señal para que bajaran a empujar. Bertoldi se incorporó a desgano, pasó una pierna sobre la baranda y echó una mirada al paisaje de un verde intenso, enceguecedor. El chofer dio la orden desde la cabina y todos empujaron al mismo tiempo. El Chevrolet se movió y tomó la bajada. Cuando por fin arrancó con una humareda, el cónsul vio aparecer en la ruta, silencioso como una gacela, el Rolls Royce Silver Shadow de la embajada británica. Desde la banquina notó que Mister Burnett se volvía para mirarlo mientras encendía la pipa. "Ojalá no se lo cuente a Daisy" pensó, y subió al camión.

5

Poco antes del mediodía, cuando bajó a desayunar, Lauri encontró el telegrama que esperaba desde hacía una semana. Tomó un café de pie y cruzó la plaza del ajedrez en dirección a la prefectura. Espero en un largo banco de madera entre árabes, africanos y vietnamitas, hasta que oyó su nombre por el parlante. En un mostrador de informaciones le indicaron que el comisario estaba esperándolo.

El comisario era una mujer de unos cuarenta años, pálida, carnosa, con el pelo suelto. A su espalda había una reproducción del Guernica iluminada por un pequeño spot. El argentino le dio la mano y se sentó al otro lado del escritorio.

– Las noticias no son buenas, señor Lauri. El resultado del interrogatorio fue considerado negativo.

Abrió la carpeta y recorrió algunas páginas.

– A la pregunta de si militaba en un partido político usted contesta que no. En el renglón siguiente dice haber participado en huelgas y manifestaciones, pero niega haber llevado armas o asaltado cuarteles. Se le pregunta si ha incendiado automóviles y dice que no, aunque reconoce haber arrojado piedras contra la policía. Eso es lo que dice usted a la comisión.

– Sí, señora.

Pues bien, el gobierno concluye que si en su país hay huelgas y manifestaciones en las que usted participó sin necesidad de ir armado, eso prueba que la persecución política es inexistente o casi. Por otra parte en la Argentina hay demostraciones a favor del gobierno.

– Eso es por la guerra.

– Señor Lauri, si tanta gente desaparece o es asesinada, ¿por que todo lo que usted hizo fue tirar piedras a la policía?

– Era lo único que tenía a mano.

– La comisión habría valorado algún acto de resistencia. ¿No es usted comunista?

– No exactamente, señora.

– Comprenderá entonces que reservemos el derecho de asilo a quien realmente lo necesita. Hoy dimos refugio al hombre que le disparó, tres balazos a Pinochet.

– No sabía que hubieran herido a Pinochet.

– Está escrito aquí -señaló otra carpeta.

Tenía unos bucles rubios que le caían sobre los hombros y un escote lleno de pecas. Lauri pensó que en otro lugar y en otra circunstancia podía ser una mujer atractiva.

– Lo lamento. Pruebe en otro país -dijo poniéndose de pie-. Puede quedarse cuarenta y ocho horas más en Zurich.

Lauri le estrechó la mano y tuvo la impresión de que la mujer estaba sinceramente apenada por el dictamen de la comisión. Al salir se cruzó con un negro bien trajeado que lo interrogó con una seña, como si fuera a dar examen. Lauri le deseó suerte y volvió a la calle.

Tenía hambre y caminó hacia el Mac Donald de la esquina. En la entrada había un grupo de africanos que protestaba alrededor de alguien que Lauri supuso sería un vendedor ambulante. Se detuvo, atraído por la gritería y vio a una mujer enorme, vestida con una túnica violeta, que golpeaba con una cartera a un hombre acurrucado contra la vidriera. Una mesa plegable se había volcado sobre la vereda y montones de papeles estaban desparramados en el suelo. Lauri era el único blanco que se había detenido a mirar el incidente. Cuando el negro logró escapar de su encierro, la mujer lo empujó hasta un banco y le cantó cuatro frescas mientras lo sacudía del saco. Entonces Lauri reconoció al hombre que la noche anterior había entrado en su habitación.