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– ¡Volvimos, Michel! -sollozaba-. ¡Volvimos! -y no atinaba a decir otra cosa.

Quomo le puso una mano sobre la cabeza y Lauri vio en su mirada un fulgor que no conocía.

– Ya estamos -susurró -, ya estamos en casa.

En la otra orilla, el fuego había ganado el follaje y podía verse brotar la llovizna de las nubes.

– ¿Dónde está el sultán? -preguntó Quomo y buscó con la mirada en el río.

En ese momento el avión estalló y la fuerza del viento los arrojó contra el bosque. Pedazos de acero encendido pasaron sobre sus cabezas y fueron a perderse entre la espesura. El paisaje se iluminó y entonces vieron al sultán que salía del agua, catapultado como un corcho de champagne. Chemir se acercó a la costa arrastrando la pierna y le hizo señas.

– ¡Acá! ¡Bienvenido a Bongwutsi, camarada! -gritó y silbó imitando a Quomo.

El sultán se aproximó, encorvado, trastabillando, una mano conservaba la pistola, pero parecía más pequeño con la cabeza descubierta.

– Impresionante -dijo-. Nunca en mi vida había visto tantos árboles juntos.

54

El cónsul se quedó un momento tirando el tratando de leer entre las líneas que se disolvían bajo la lluvia, mientras el teniente Tindemann y el capitán Standford seguían peleando en cubierta. Se preguntó por qué las cartas estaban en manos de un oficial soviético, y como no encontró una explicación valedera pensó que algo grave estaba sucediendo y que lo más prudente sería arrojarlas al lago para que nadie más pudiera encontrarlas. Pero era tan incómoda su posición, acurrucado entre los fardos de tabaco, que cuando lanzó el paquete hacia la borda éste golpeó contra un hombro del teniente Tindemann y cayó a los pies del coronel Standford.

Aterrorizado, Bertoldi tomó la maleta y se precipitó hacia la escalerilla del barco tratando de divisar si los negros no lo esperaban en la plaza del arsenal. En ese momento oyó una explosión y sintió que la tierra temblaba. Cuando llegó al muelle vio que el arsenal empezaba a derrumbarse y los soldados corrían despavoridos por la plaza. En pocos minutos sólo quedaron ruinas y una polvareda espesa. Los fardos de tabaco entre los que había estado oculto Bertoldi cayeron al muelle, y el teniente Tindemann quedó tirado en el piso como si lo hubiera volteado un rayo. Standford se arrojó del barco y desapareció entre las bolsas de café y las maderas amontonadas en el puerto. El cielo empezó a iluminarse y un viento caliente empujó los árboles. En el centro empezó a sonar una sirena de bomberos y la gente salió a las calles con las radios para enterarse de lo que había sucedido. El cónsul tuvo el presentimiento de que esa mañana no habría ómnibus para Tanzania y empezó a atravesar la plaza sobre escombros, armas desparramadas y heridos que se quejaban. Iba a tomar por la ruta de la costanera cuando vio aparecer el camión de la municipalidad. Kiko y los dos peones bajaron a mirar el desastre de la plaza y enseguida se pusieron a recoger las armas esparcidas por el suelo. El cónsul los oyó gritar en su idioma y vio que se apuraban a echar en la caja todo lo que hallaban a mano. Se dijo que esa era la última oportunidad que se le presentaba para alejarse de allí. Los observó mientras levantaban fusiles y municiones y se demoró un momento para no tener que ayudarles. Cuando oyó la sirena que se acercaba por la avenida, levantó la valija y corrió hacia el Chevrolet gritando el nombre de Kiko.

55

En el momento en que el avión de Quomo chocaba contra el río, O'Connell intentaba poner en marcha el Cadillac del embajador de los Estados Unidos, estacionado a pocos metros de la zona de exclusión. El chofer estaba durmiendo sobre el volante y el irlandés no tuvo más que abrir la puerta y darle un puñetazo en la nuca. El motor arrancó enseguida y, al dar marcha atrás, el paragolpes rozó la puerta del Mercedes de Herr Hoffmann. Los guardias ingleses salieron de la garita y fue entonces cuando el cielo se volvió anaranjado y un remolino arrastró a los coches unos contra otros. Los soldados corrieron a protegerse entre las palmeras y hablaban a través de los walkie-talkie. El Cadillac de O'Connell patinaba encerrado entre un Lancia y un Renault. El irlandés calculó que la bomba que había puesto en el arsenal no podía haber causado semejante onda expansiva y culpó de todo a la inexperiencia del cónsul Bertoldi en el manejo de los explosivos. Encendió las luces y aceleró hacia la calle transversal. Los pedazos de mampostería desparramados sobre el pavimento le impedían ir más rápido, pero algo le decía que estaba acercándose al lugar de la batalla. De pronto se dio cuenta de que el coche llevaba la bandera de los Estados Unidos sobre un guardabarros y temió que pudieran confundirlo con el enemigo. Bajó por una avenida y cuando llegó al puerto encontró los restos del arsenal, la polvareda, y una ambulancia que recogía soldados heridos. Volvió a hacer la cuenta del trotyl y advirtió que había colocado tres veces más de lo necesario. Un camión de la municipalidad se alejaba calle abajo, y al encender las luces altas O'Connell distinguió la silueta de un negro que se asomaba de la caja con una ametralladora colgando de un brazo. El corazón se le estremeció y quiso dar un grito de entusiasmo, pero de su garganta no salió más que un sonido débil y quejoso. Sobre la marcha, decidió ir detrás de los revolucionarios, seguro de que lo conducirían directamente al centro de operaciones de Quomo. En el camino encontró a un blanco que se tambaleaba por el medio de la calle y le cerraba el camino pidiendo auxilio. O'Connell iba a esquivarlo antes de que el camión de los insurrectos, desapareciera de su vista, pero alcanzó a ver que el hombre llevaba bajo el brazo el paquete de cartas que el ruso le había quitado esa noche en la oficina de la OTAN.