– ¿Qué quiere decir?
– Ustedes necesitar ruso para ganar guerra. Kiko mostrar.
El chofer salió del camión y lo invitó a seguirlo con ungesto. Entonces el cónsul intuyó que había llegado alfinal del camino.
Bajó con la valija apretada contra el pecho aunquesabía que no podría defenderla. Fue detrás de Kiko, sin entender qué hacía allí, a las dos de la mañana, lejos de su casa, de Estela, de sus papeles inútiles, con tres negros que lo habían llevado a una emboscada. La baranda se volcó con un ruido de bisagras mal aceitadas y antes de que Bertoldi pudiera echarse atrás, el cuerpo del teniente Tindemann se desplomó sobre su cabeza.
59
El capitán Standford vio la bandera de los Estados Unidos y se avalanzó sobre el Cadillac antes de que O'Connell acelerara. El irlandés, que lo había visto rondar por el salón de la embajada británica, tuvo un instante de duda al encontrarlo en medio de la calle, cubierto de polvo, con una manga del saco desgarrada y las cartas del cónsul bajo el brazo. Eludió un cuerpo caído en el medio de la calle y fue cuesta abajo, detrás del camión de los negros. Standford dejó la pistola en la guantera y se limpió la cara mientras murmuraba todas las variantes de insultos contra el África en general y contra Bongwutsi en particular. Por fin miró a O'Connell y le pidió un cigarrillo.
– Déjeme en la embajada -dijo-, el ruso se mehizo humo en el atentado.
O'Connell le pasó un Pall Mall, señaló el paquete de cartas casi deshecho, y lo interrogó con un gesto.
– ¿Esto? -la voz del inglés sonó fanfarrona-. Los Manuscritos del Mar Muerto, colega. Parece que los argies quieren traer la guerra hasta acá.
O'Connell miró otra vez y no tuvo dudas de que era el mismo paquete que el ruso le había quitado unas horas antes.
– ¿Adonde vamos con tanto apuro? La embajada es para el otro lado -protestó el capitán Standford.
El irlandés señaló adelante, e hizo como si disparara un revólver.
– No sea necio, si fuera por ustedes los rusos ya estarían paseándose por Las Vegas. En Washington piensan que los argentinos van a hacer la guerra solos, ¿no? -cerró el vidrio y encendió el aire acondicionado-. ¡Dios, así vamos a terminar comiéndonos entre nosotros!
De pronto, O'Connell vio que el camión, que no tenía luces de señalización, salía de la ruta y se metía en la selva. Levantó el pie del acelerador y la caja automática fue frenando el motor. Encendió los faros largos y vio un sendero de barro que se insinuaba junto al pavimento. Dobló como pudo y el coche se meneó entre el follaje hasta que las ruedas se hundieron en un charco. Standford había extendido los brazos y se apoyaba contra el tablero.
– ¡Oiga, qué hace! -gritó y perdió el cigarrillo. O'Connell intentó una maniobra a ciegas y el Cadillac empezó un trompo suave y silencioso hasta que dio de cola contra una palmera.
– ¡Maravilloso! -dijo el inglés y guardó la pistola-. Si en la CÍA son todos como usted es fácil entender por qué Fidel Castro sigue vivo.
O'Connell dio la vuelta corriendo por detrás del auto y abrió la puerta de Standford, que estaba juntando algunas cartas del piso.
Hubiera querido decirle que ya se encontraban enterritorio libre de Bongwutsi, en África socialista, pero no le salió una palabra. De rabia, arrancó la bandera qué colgaba sobre el guardabarros, la tiró al suelo y le empezó a saltar encima. Standford lo miró con una mezcla de pena e indignación y pensó que por culpa de ese imbécil tendría que volver hasta la embajada a pie y sin impermeable.
60
La marcha a través de la selva fue lenta y dificultosa. El sultán, que tenía los pies planos, apenas podía caminar en la oscuridad, entre el follaje, por las lagunas y las hondonadas que el gorila rubio atravesaba tocando timbre como un poseído. Al cabo de una hora se detuvieron a descansar. Quomo llamó al mono y estuvieron dando saltos y vueltas carnero bajo la lluvia hasta que quedaron enchastrados y malolientes. Lauri los observaba, sentado bajo un arbusto, recordando las películas de Tarzán que veía por televisión. Nunca había estado en la selva, pero, no se sentía más extranjero allí que en las ciudades de Europa por las que había deambulado en busca de refugio. Le hubiera gustado hablar de eso con Quomo, pero el comandante seguía jugando con el gorila, le mostraba una serpiente que tenía apretada en un puño y entre carcajadas amenazaba con metérsela en la boca. El mono la miraba debatirse, mostrar la larga lengua negra, y retrocedía haciendo gestos de disgusto y tapándose los ojos. Chemir estaba acostado sobre un lecho de hojas frescas y sonreía como un padre que mira jugar a sus hijos. Los moscardones volaban desorientados por la lluvia y los sapos saltaban entre la hierba mojada. El sultán se había retirado a rezar una plegaria al borde de un arroyo de aguas cristalinas bordeado de flores y árboles enanos.