Desde la puerta de su atelier, Mister Burnett oyó los gritos de los diplomáticos que corrían a ponerse a salvo del ventarrón. El cielo era un gran arco iris de fuegos y nubes y sólo el Primer Ministro sabía lo que significaba ese estremecimiento en las entrañas de Bongwutsi. El coronel Yustinov pasó por el sendero de lajas levantándose los pantalones, tambaleante, cubierto de crema y chocolate, hablando solo. Más allá, el teniente Wilson trataba de ordenar la retirada de los invitados hacia el bulevar con algunos guardias que habían tomado y fumado demasiado y no parecían serle de mucha utilidad.
El Primer Ministro se acercó a Mister Burnett, que estaba remontando la estrella de cinco puntas, envuelto en una salida de baño, y le dijo que Quomo había regresado y que necesitaría de los soldados británicos para hacer frente a una nueva revolución. El embajador le respondió con una carcajada y se fue corriendo, dándole hilo al barrilete que ya volaba por encima de la arboleda. "Pónganle música, pónganle música", gritaba, hasta que se perdió en la oscuridad.
El teniente Wilson quería llevar a Monsieur Daladieu ante el agente Jean Bouvard, porque no había entendido bien lo que éste le había contado y dudaba de que estuviera en su sano juicio. Pero el embajador de Francia se había ido en la ambulancia con el commendatore Tacchi para certificar que el honor de Mister Burnett estaba a salvo y de paso comunicar los últimos acontecimientos al Quai d'Orsay. En medio de la confusión, algunos diplomáticos se quejaban de haber perdido a sus mujeres, y el Primer Ministro gritaba que era necesario salir a patrullar la ciudad. El teniente Wilson, desbordado, pidió que le trajeran un jeep para ir a encender personalmente los fuegos artificiales. Quería hacer la cuenta de la tropa que le quedaba e impartir las primeras órdenes de represión.
62
Junto al teniente Tindemann, cayeron del camión algunos fusiles y un obús que había servido en la guerra de Vietnam. Bertoldi miró a los negros y pensó que estaba perdido. En unas pocas horas había pasado de la euforia de la partida a la convicción de la muerte. Lamentó (y creyó que ése era el último sentimiento de su vida) no haber pasado la noche en el Sheraton con la adolescente casi desnuda. Pero también tuvo tiempo de recordar los blanquísimos pechos de Daisy, el aire ausente de Estela y su triunfal entrada al bulevar de las embajadas. No intentó escapar: apenas se movió para abrazar la valija, y se sentó en el pasto. Kiko se agachó a su lado y le pasó un brazo sobre los hombros.
– Acá tiene -dijo-, dejarle todo esto. Un ruso y algunas armas siempre ser útiles cuando uno estar en guerras.
Bertoldi levantó la vista y encontró una cara amable, de ojos compasivos.
– ¿Y ahora para qué los quiero? -dijo en voz baja y empezó a sollozar como el día que le robaron la billetera.
Kiko le dio unas palmadas suaves en la espalda y le sacó la valija sin esfuerzo, como quien le quita el reloj a un muerto.
El ruso los miraba sin entender, preguntándose si debía seguir con su misión o regresar a la embajada para pedir instrucciones.
De repente, por el camino de tierra, vio aparecer al correo del Foreign Office y más atrás, al capitán Standford que llevaba una pistola. Rápidamente se agachó, tomó primer fusil que encontró al alcance de la mano, y O'Connell se precipitó hacia ellos con el puño levantado, le disparó apoyándose en el hombro del cónsul argentino. En un instante todos estuvieron de cara al suelo y Standford empezó a descargar su pistola contra los que se arrastraban detrás del Camión.
63
El tren avanzaba lentamente entre las colinas. Los monos miraban por las ventanillas como si nunca hubieran visto la selva y de vez en cuando se escuchaba un grito destemplado, o un largo bostezo. Lauri se había encerrado en el baño y Quomo estaba sentado junto al gorila rubio, con la mirada puesta en un punto fijo, como si estuviera pensando. El sultán, que no podía dormir, fue hasta la máquina, donde los negros discutían y se pasaban una botella. Cuando lo vieron acercarse dejaron de hablar y uno de ellos empezó a hojear una revista. El Katar notó que habían sacado el retrato del Emperador y en su lugar habían pegado un póster de John Travolta. Les dirigió una sonrisa y señaló la botella.
– ¿Desalcoholizado? -preguntó.
Los negros se miraron entre ellos y el fogonero respondió como por obligación.
– Grapa -dijo, y siguió mirando la revista.
– Pero sin alcohol -insistió el sultán.
El maquinista le alcanzó la botella y con un gesto lo invitó a probar. El Katar sintió que el líquido le quemaba el estómago y le remontaba el ánimo y eso lo convenció de que, como decía el coronel, el mundo sería un día de los negros. Iba a decirles que todavía no podía superar el disgusto de haber perdido el Rolls Royce, pero temió que no lo comprendieran. Cuando insistió en ponerlo en la bodega del Boeing, pensaba que sería mucho más digno y fotogénico tomar el palacio imperial con un Rolls que con un jeep cualquiera.