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Cuando la mujer se fue, se acercó a saludarlo. Tenía tantas marcas en la cara que era imposible saber cuáles eran del día.

– Usted lleva una vida difícil -dijo Lauri, y se sentó al lado. El negro lo miró, desconcertado, hasta que pareció recordarlo de golpe.

– ¡Ah, usted! ¿Le cobraron la cerradura?

– Veinte francos. ¿Qué hace aquí?

– Ayudo a mi gente a encontrar un refugio en este país. No es fácil.

– ¿Refugio político? -Lauri señaló el edificio de la prefectura.

– Están cada vez más exigentes. Y peor con los africanos, imagínese.

– Me imagino. Acaban de rechazarme.

– ¿En serio? -el hombre pareció recobrar un poco de aplomo-. Seguro que no tenía una buena historia… Me hubiera dicho anoche y le preparaba una. Claro, después todo depende de que usted sepa contarla. Esa mujer no supo y vino a quejarse. No es justo, pero suele suceder.

– ¿Cómo es eso?

El negro se paró y fue a recoger las hojas desparramadas por el suelo.

– Déme una mano. Levante la mesa.

Lauri la apoyó contra la pared y se quedó mirando al otro, que iba de un lugar a otro de la vereda juntando papeles escritos a máquina.

– ¿Adonde piensa ir? -preguntó el negro.

– No sé. ¿Qué me aconseja?

– Vaya a donde vaya, necesita una historia convincente. ¿Me invita a tomar una cerveza?

– Bueno, pero vamos a un lugar donde nadie lo golpee. El negro movió la cabeza y sonrió. Había juntado una pila de volantes que apretaba bajo un brazo.

– ¿Mi nombre no le dice nada?

– Sinceramente, no.

– Comandante Michel Quomo, fundador del primer estado marxista-leninista de África.

Lauri se echó a reír, pero advirtió que el negro lo miraba con sorpresa.

– Está bien -dijo-. Se ganó la cerveza.

6

La zona de exclusión ordenada por Mister Burnett cerraba el acceso al bulevar de las embajadas. Cuando Bertoldi llegó al lugar, al atardecer, estaba borracho y no recordaba cuántas facturas había tenido que firmar antes de salir del bar con los obreros de la municipalidad. Lo que sí tenía presente era que todos habían coreado con él los compases del Himno Nacional Argentino.

En la esquina el cónsul encontró una barrera y el cartel que anunciaba Argentines are not admitted. Los guardias británicos salieron de la garita y le hicieron señas para que no se acercara. Indignado, emprendió un largo rodeo para volver al consulado. Mientras caminaba apoyándose en la pared o en los coches estacionados trató de definir una estrategia para responder a la agresión de Mister Burnett. Tenía la mente demasiado nebulosa para evaluar todos los sucesos del día, y las imágenes de Daisy y Estela distraían su atención mientras trataba de esquivar los baches de las veredas.

Ni bien entró en su despacho buscó la carta del embajador inglés, pero desistió de releerla porque las líneas se le confundían y deformaban. Tenía conciencia de que había tomado demasiado y se reprochó su debilidad en un momento tan trascendental para la historia de la patria. Encendió la radio, que todavía estaba pagando a crédito, y sintonizó el informativo de la BBC. Luego se quitó el traje mugriento, y como apenas podía mantenerse de pie, tomó una ducha sin jabón, sentado en la bañadera. Se quedó dormido un par de veces, pero entre sueños alcanzó a escuchar que el gobernador británico había sido expulsado de Puerto Stanley y que en todo el país la gente salía a las calles a festejar la reconquista de las islas. Lo tranquilizó pensar que muchos de sus compatriotas estarían emborrachándose por la misma razón que él, y se preguntó si durante esos años los diarios no habían estado exagerando en lo que decían sobre los militares argentinos.

Desde el día en que llegó a Bongwutsi para hacerse cargo de la oficina de turismo, Bertoldi no tuvo otras noticias de lo que ocurría en su país que las publicadas por el Herald Tribune. Más tarde, ya con el cargo de cónsul, dio como ciertas las informaciones para no discutir con los embajadores sobre temas tan irritantes como la política, aunque en el fondo siempre tuvo la sensación de que el Herald cargaba las tintas. En sus cartas a Santiago Acosta solía hacer referencias al injusto tratamiento que los periódicos extranjeros daban a la Argentina y el daño que ello podría causar a la tarea de difundir los atractivos turísticos del país. Pero Acosta nunca le respondió, y poco a poco Bertoldi, que todavía se dirigía a él como si fuera su jefe, fue espaciando la correspondencia hasta circunscribirla a los saludos de fin de año.