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Aunque no era diestro en materia de discursos, lo alivió pensar que alguien, al fin, le prestaría atención después de haber sido calumniado, despreciado y prácticamente arrojado en brazos de los comunistas. Así lo dijo, de pie, apenas protegido por el panamá y el impermeable roto por todas partes. Anunció que hablaba desde algún lugar del Imperio donde había puesto a salvo el pabellón nacional y, llevado por el ritmo sofocante de su relato, afirmó que ningún inglés pisaría nunca tierra argentina, ni entraría en el reino de los cielos. Sostenía elteléfono como si estuviera en una cabina pública y por momentos su voz se entrecortaba por la emoción, sobre todo cuando evocó el triunfo de Liniers y anunció que la armada argentina hundiría a la flota real como si fuera un cucurucho de papel. Al final le pareció adecuado recordar que su bandera nunca había sido atada al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra, y antes de colgar el teléfono dio tres vivas a Dios y a la patria amenazada.

Cuando terminó de hablar se encontró otra vez solo en la vía que cortaba la selva, con el estómago vacío y el espíritu decaído. Tomó la valija y se internó por el sendero de un obraje pensando que ahora sí el mundo sabía de él y por lo tanto a nadie se le ocurriría pensar que estaba huyendo.

71

El teniente Wilson recorrió con el jeep la rampa de los fuegos de artificio, saludado por una docena de soldados que esperaban la orden de encender la cohetería. En ese momento la voz de Quomo apareció por la radio, y aunque el militar no comprendió una sola palabra de lo que decía, se dio cuenta de que la sublevación estaba en marcha. Estaba convencido de que algo había fallado en los planes del Estado Mayor y que el capitán Standford había sido eliminado por los soviéticos para quebrar el sistema de defensa conjunta con las fuerzas armadas del Emperador. El agente Jean Bouvard, que no había querido ridiculizarse poniéndose los pantalones cortos de la tropa británica, esperaba en piyama, bajo la rampa, masticando un sandwich de pollo y rumiando la decisión de cambiar de bando para evitar la humillación y la cárcel. Cuando escuchó el discurso de Quomo, se preparó para entregarse a los soviéticos y se preguntó qué podía ofrecerles a cambio de una tranquila granja en Ucrania.

Wilson, que tenía las rodillas sucias y las medias caídas, le pidió disculpas por haber puesto en duda la veracidad de su relato y lo invitó a hacer frente a la revolución junto a los soldados de Su Majestad. Bouvard echó un vistazo a su alrededor, observó a los galeses borrachos y a los escoceses fumados, y dijo que prefería ponerse a disposición de su embajador.

Estaba débil y sin ánimo y rogó al teniente que lo acercara al bulevar: calculaba que el ofrecimiento de una lista completa de agentes lituanos que trabajaban también para la CÍA podría tentar al Kremlin.

El inglés asintió y ordenó a un sargento que lanzara las bengalas al cielo. En ese momento, desde la radio del jeep, les llegó la voz temblorosa del cónsul Bertoldi que declaraba solemnemente haber puesto a salvo el honor de los argentinos.

72

Kiko ordenó a los peones que encerraran al ruso en la caja del camión y entregó a O'Connell de paquete de cartas y el informe que había recogido del suelo. El negro al que le faltaba una oreja tomó el fusil y disparó al aire hasta que se le terminaron las balas. El irlandés dio gracias a Dios por devolverle la palabra y preguntó a Kiko si conocía cuál era el grado de compromiso que Quomo había pactado con los soviéticos. El chofer lo ignoraba y propuso mantener como rehén al teniente Tindemann para hacer frente a cualquier imprevisto. Luego señaló el paquete y quiso saber por qué se lo disputaba tanta gente.

– Desbordes del corazón -dijo O'Connell y volvieron a la cabina-. Nunca tenga amantes inglesas, y si las tiene no les escriba.

– Kiko nunca escribir -dijo el chofer y puso en marcha el motor. Uno de los peones subió a la caja y el otro se paró en el estribo con una ametralladora al hombro.

– Una vez ingleses querer hacerme escribir rendición y no. Otra vez, rusos decirme entregar bandera roja y no.

Se apoyó un pulgar en el pecho:

– Siempre preso -siguió-. Ahora trabajar en cuadrilla municipal con nombre cambiado.