– ¿Cuántos alzamientos lleva? – preguntó el irlandés.
– Todos los que tomarme desprevenido. ¿Buscar comandante?
– Vamos. Estoy ansioso por verlo de nuevo. Lástima que no me mandó la plata, que si no ya tenía comprado el arsenal y lo recibía con una salva de veintiún cañonazos.
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Quomo, Chemir y Lauri subieron al techo de la locomotora ni bien distinguieron los primeros suburbios alumbrados a kerosén. Chemir, con el corazón apretado por la dicha del regreso, se puso a lagrimear. Lauri pensó en sus compañeros y entonó Volver a media voz, apoyándose en la escalera, mientras Quomo observaba las colinas con los prismáticos del maquinista, El tren cambió de vía y se dirigió hacia una playa donde había una fila de vagones abandonados y dos máquinas en reparación. Un chico desnudo y panzón cruzó delante de la locomotora seguido por un perro rengo. Más allá de la estación Quomo distinguió las sombras del lago y algunas barcazas que flotaban a la deriva. Al ver que el bulevar estaba a oscuras temió una emboscada y corrió sobre los techos gritando hasta que los monos se levantaron, furiosos, y empezaron a destrozar los vagones.
Los primeros gorilas saltaron a tierra cuando la máquina entró en la estación dando pitazos y arrastrando las ruedas bloqueadas por los frenos. El rubio iba al frente haciendo sonar el timbre, corriendo por el andén desierto mientras otros volteaban la cerca de alambre y ganaban la calle. Quomo se arrojó sobre una pila de durmientes yLauri fue detrás de él dando gritos. El sultán cayó de rodillas en el último vagón e invocó la protección de Alá y la gloria del coronel Kadafi, que por teléfono le había ordenado ocupar en su nombre la embajada de los Estados Unidos. Chemir se deslizó por la caldera de la locomotora y cayó lastimosamente a los pies de los ferroviarios que corrían a ponerse a salvo. Los monos invadieron la explanada de carga y empezaron a dar vuelta los camiones y los carros repletos de mercadería. De pronto, en el cielo estalló una bengala amarilla y luego una estrella blanca, y enseguida miles de petardos rojos y azules, hasta que la ciudad se encendió como si fuera mediodía y por las bocacalles llegó un calor de horno y un ruido de tambores: los primeros harapientos aparecieron blandiendo palos, hachas y machetes, y Quomo trepó hasta lo más alto de un farol vociferando, con las venas hinchadas, mientras señalaba con un brazo las torres del palacio imperial.
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Desde lo alto de una cuesta, por entre las escobillas del limpiaparabrisas, O'Connell vio al cónsul Bertoldi que corría a ocultarse detrás de una hilera de bananeros. Iba cubierto por el panamá y arrastraba una valija. Kiko apretaba el acelerador a fondo, pero el Chevrolet se había quedado sin resuello y una humareda blanca subía desde el capó. El irlandés tomó la linterna y se arrojó del camión en marcha. Tropezó, pero consiguió enderezarse y se internó en la selva detrás del argentino. De vez en cuando cantaba un sapo y los insectos se movían en remolino alrededor de la luz. O'Connell llamó al cónsul por su nombre y lo sorprendió escucharse de nuevo la voz que sonaba áspera y un poco excedida. Caminó unos minutos en círculo, tomando como eje un árbol agujereado por las termitas, y volvió a llamar a Bertoldi en todos los tonos de cordialidad que le vinieron a los labios. Entendía bien por qué el argentino se ocultaba de él y se puso a explicar en detalle las causas que lo habían privado de la voz y de participar en la insurrección. Al rato, mientras charlaba a solas y alumbraba entre el follaje, sintió que le picaba la nariz y empezó a estornudar otra vez. Se preguntó cuál sería la planta que le resultaba tan dañina y empezó a apartar hojas y matorrales hasta que encontró al cónsul acurrucado contra la valija, ente dos tallos nudosos atiborrados de flores blancas. El argentino cerraba los ojos y se apretaba las orejas como si esperara un estallido. Una mosca gorda y azulada le caminaba por la nariz e iba a escarbar en las pestañas abundantes. O'Connell lo observó, perplejo, con el pañuelo en la mano, y entre unestornudo y otro le preguntó si la explicación le había resultado satisfactoria. Bertoldi abrió los ojos lentamente; la mosca se espantó y quedó dando vueltas entre los dos hombres hasta que O'Connell se agachó para mirar al cónsul de frente y demostrarle que estaba diciendo la pura verdad.
– Tengo sus cartas, por si no me cree.
– ¿Mis cartas?
– Un paquete grande. No sé para qué escribía tanto; nohay nada que no pueda decirse en dos palabras.
– Aquí adentro hay una bandera -el cónsul señaló lavalija temblando-. Cuando esté muerto cúbrame con ella.
– Está bien. Me emocionó con el discurso, le aseguro ¿Dónde está Quomo?
– En el tren, con los monos. ¿En serio estuve bien?
O'Connell encendió un cigarrillo y lo puso en los labios del cónsul.