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– Demoledor. Hace tiempo que nadie puteaba tanto a los ingleses.

– Yo lo único que quería era salir de acá – dijo Bertoldi en un hilo de voz.

– Va a salir hombre, ya se lo dije. En el avión del Emperador.

Dos lagrimones largos corrieronpor las mejillas encarbonadas del cónsul. O'Connell lo tomó de la nuca y lo atrajo contra un hombro. El cigarrillo cayó sobre las hojas mojadas.

– Ya estamos cerca, compañero. Vamos, que el comandante está esperando.

– ¿Entonces me perdona…?

– Quédese con el sombrero si le gusta tanto, hombre -el irlandés levantó el cigarrillo y le dio una pitada-. Déme que le llevo la valija.

– No me quería rendir, ¿sabe?, no les quería dar el gusto.

– ¡Cómo se iba a rendir!

El cónsul se refregó la cara con la manga del impermeable y sacó la botella. Estaba tan tiznado como Al Johnson.

– No se imagina las que pasé por esa valija… -dijo y se puso de pie.

– Ya me va a contar. Venga que le doy las cartas.

O'Connell caminó adelante, con la maleta, hasta que salieron de la selva. Al otro lado de la ruta esperaba el Chevrolet con los faros encendidos. Cuando lo vio llegar, Kiko hizo sonar la bocina y gritó, alborozado:

– ¡Hombre de Falkland traer plata! ¡Festejar, festejar!

75

Apretado entre O'Connell y Kiko, con los pies sobre la valija que el irlandés había dejado en el piso de la cabina, el cónsul pensaba en el futuro. No estaba seguro de tener el coraje de soportar la entrega de su bandera, ni de mirar a los ojos a Mister Burnett después de lo que había dicho por radio. Tal vez lo metieran en la cárcel, o en un sótano de la embajada británica. Se arrepintió mil veces de haber sido tan imprudente, aunque estaba secretamente orgulloso de haber defendido públicamente la causa argentina.

Ya no podía irse a Tanzania, porque ni siquiera tenía dinero para el ómnibus y aún si O'Connell le facilitaba algunos billetes falsos, tarde o temprano terminaría trabajando con los negros en un aserradero o en una represa. Lo atormentaba la idea de volver a su casa derrotado, de ir a correr detrás del commendatore Tacchi para pedirle unas libras, o peor todavía, confesarle que nunca había sido cónsul y tener que implorarle un empleo de mayordomo en la embajada. Por un momento pensó que si los comunistas triunfaban, todos los blancos correrían una suerte horrible, sirviendo en las casas de los negros o barriendo las calles, como las mujeres de Rusia. Aunque quizá, se dijo, su amistad con O'Connell lo pusiera a cubierto de esas bajezas. ¿Por qué todas las desgracias le habían caído juntas? El no había querido abandonar a Estela: tarde o temprano se las hubiera ingeniado para llevarla a Córdoba y sepultarla allí, en la falda de una montaña, como ella se lo había pedido. En realidad ya no recordaba si le había pedido eso u otra cosa, pero estaba demasiado confuso y no quería correr el riesgo de incumplir una promesa. Los comunistas le ofrecían llevarlo a Buenos Aires en el avión del Emperador, pero primero tenían que tomar el poder y el cónsul dudaba de que lo consiguieran con gente como Kiko y el de la oreja cortada, que un rato antes habían querido robarle el dinero. De pronto estaba riéndose solo: se acordaba de los negros que lo abandonaron a su suerte con el gorila, en el medio de la calle, y trataba de imaginarlos haciendo una revolución, aun una revolución comunista. Vio que O'Connell se reía con él, a su lado, y le daba palmadas en la espalda. Al fin de cuentas, pensó, había protegido el dinero, había pasado una noche terrible para que los otros no se apoderaran de la valija y los subversivos tendrían que reconocérselo de alguna manera.

Estaban entrando a la ciudad por la costanera cuando el cielo se llenó de luces de colores, y oyeron, a lo lejos, un repiqueteo de disparos y las explosiones de bombas y cohetes.

– ¡Ese es Quomo! -dijo O'Connell y sus ojos bizcos se enderezaron de júbilo mientras abrazaba al cónsul.

Kiko empezó a tocar la bocina y apretó el acelerador a fondo. Atrás, en la caja, los otros negros daban alaridos y disparaban al aire. Bertoldi no supo si ponerse contento o encomendarse nuevamente a Dios, que lo tenía abandonado desde hacía tanto tiempo.

76

La ciudad cambiaba de colores al capricho de las bengalas, por instantes se teñía de ocre, y luego viraba bruscamente a un azul que se degradaba en celeste, hasta que aparecía un amarillo intenso y más tarde un verde que parecía arrancado de la profundidad de la selva. Los frentes de las casas parecían arder y sacudirse entre los chisporroteos de las cometas y el estruendo de los tambores. Los monos avanzaron por las avenidas amontonando coches y los nativos que iban detrás los quemaban con antorchas y botellas de kerosene. El jeep del ejército británico quedó encerrado en una emboscada de miradas oscuras y el agente Jean Bouvard comprendió que no llegaría nunca a refugiarse en la embajada soviética. El teniente Wilson aceleró para subir a la vereda y aunque derribó algunos gorilas, quedó aprisionado en un colchón de pelambres viscosas que olían a excrementos y a tierra mojada.