Quomo llegó al arsenal derrumbado y mandó sembrar el camino de obstáculos. Lauri levantó la vista al cielo y pensó que esos fuegos de artificio celebraban un sueño cumplido. De lejos, con el sonido de los tambores, le llegó un aire de minué. Los monos y los negros corrían calle arriba como si el agua incesante anunciara el día del Juicio final. Chemir iba sobre los hombros del gorila rubio y el sultán, arrastrado por la corriente, tomaba de los brazos a los hombres y mujeres que pasaban a su lado y les preguntaba a gritos la dirección de la embajada de los Estados Unidos. Desde algún lugar partieron disparos y la gente se desbandó hacia los jardines del bulevar mientras los monos seguían avanzando por el medio de la calle. Como los otros, Lauri se tiró al suelo y se arrastró hasta donde estaba Quomo.
– Lo siento -dijo el comandante-, los argentinos acaban de perder las Malvinas.
– ¿Ya?
– Ese es nuestro próximo objetivo, Lauri, se lo prometo. La República Popular Socialista de Malvinas.
En el otro extremo del bulevar apareció el camión de Kiko atropellando escombros, llevándose por delante los tachos de basura. Sobre la cabina, O'Connell había instalado una ametralladora que escupía fuego contra los frentes de todas las embajadas.
– Ese es el irlandés -dijo Quomo-La historia lo absolverá.
– ¿Por qué está tan seguro?
– Porque yo seré su abogado. Corra, vaya a izar nuestra bandera en la embajada de Gran Bretaña.
– Creí que eso era privilegio suyo.
– Ya se terminaron los privilegios, compañero. ¿Se acuerda cuando me reprochaba vestirme en Cacharel?
– Me acuerdo. Discúlpeme.
– ¡Si usted pudiera verse la pinta, Lauri! Parece un negro rotoso.
– ¿En serio va a sublevar las Malvinas?
– Claro que sí. Debe haber patriotas allá.
– Lo dudo.
– Entonces lo mandamos a O'Connell.
Lauri se paró y vio a dos blancos y tres negros que desembarcaban del camión atravesado en la calle. Los negros tiraban contra la embajada británica mientras un blanco corría con una valija y el otro se paraba sobre el techo del Chevrolet y levantaba el puño izquierdo. A Lauri le pareció que estornudaba.
– ¿Quién es el de la valija? -preguntó.
– El cónsul de las Falkland -contestó uno de los negros que estaba a su lado-. Un hombre valiente que hizo la guerra solo contra todos los ingleses y cuando tuvo plata salió a repartirla entre el pueblo.
77
Cuando el viento paró de golpe, la estrella de cinco puntas de Mister Burnett perdió la elegancia del vuelo y se precipitó más allá de la plaza del arsenal. Mientras corría a buscarla, mascullando maldiciones, ajustándose el cordón de la salida de baño, el inglés vio a los monos que invadían el bulevar y escuchó el breve tiroteo hasta que cayó la guardia de su embajada. Comprendió, entonces, que el teniente Wilson estaba en lo cierto y que el dictador Michel Quomo había vuelto a Bongwutsi aprovechando que sus tropas estaban desembarcando en las Falkland.
Se deslizó por una calle lateral, y al ver a los negros alborotados, comprendió que no podría volver a su residencia. Pensó refugiarse en la fortaleza del coronel Yustinov, pero la turba había tomado la calle y no le sería posible llegar hasta allí a menos que el ejército del Emperador iniciara la contraofensiva. Al entrar al barrio del consulado argentino, se preguntó si a pesar de todo Bertoldi lo dejaría pasar la noche en su casa y lamentó otra vez haberse olvidado de dar la orden de que le pagaran el sueldo. Golpeó a la puerta con la intención de disculparse y observó el imperdonable descuido en que estaba sumido el jardín. Como nadie salió a atenderlo, Mister Burnett imaginó que el cónsul, espantado por la irrupción de los revolucionarios, había abandonado la casa.
Atravesó la esquina y vio que los soldados de la zona de exclusión estaban rindiéndose al enemigo, de manera que se dirigió hacia el lago con la esperanza de embarcar en el yate de Mister Fitzgerald o en la lancha de Herr Hoffmann.
Cuando llegó a la plaza, encontró el arsenal destrozado y esperó un descuido de los últimos monos que merodeaban por el lugar para cruzar hasta la orilla del lago. Caminó por la playa, temblando de inquietud bajo el estallido de las bengalas, observando los árboles volteados por el ventarrón, atisbando los movimientos de los barcos que salían del puerto, hasta que un fulgor espléndido apareció ante él. A dos pasos de la orilla, deslizándose como un cisne majestuoso al compás de las olas, flotaba el Rolls Royce Silver Shadow que había sido del sultán El Katar. Entonces, con la respiración entrecortada por el júbilo, Mister Burnett comprobó una vez más que Su Majestad Serenísima no abandonaba nunca a sus mejores súbditos.