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– ¿Así que usted es mi cónsul? -dijo.

– ¿Con quién tengo el gusto? -respondió secamente Bertoldi y miró la bandera roja que el joven llevaba hacia el mástil.

Lauri le dijo su nombre y lo miró a los ojos.

– ¿Es el cónsul o no esel cónsul?

– No, qué voy a ser… Yo soy Bertoldi, el empleado.

– Me pareció escuchar…

– Entendió mal. El cónsul es Santiago Acosta y se borró hace tiempo. Oiga, ¿no pensará colgar esa cosa al lado de nuestra invicta bandera?

– Lamento informarle que ya ha dejado de ser invicta.

– ¿Qué me quiere decir?

– Que los militares se rindieron.

Bertoldi lo vio tirar de la cuerda y estuvo a punto de golpear a ese hombre que parecía un linyera, pero se dijo que el gesto sería inútil porque las fuerzas de los comunistas eran superiores.

– ¿Usted es el que hizo el discurso por radio? – preguntó Lauri-. Le aseguro que tuvo momentos conmovedores.

– Dígalo si alguna vez vuelve a la patria. No agregue ni quite nada, cuéntelo nada más.

– ¿Eso de que nunca pudo bailar en el Sheraton también?

– ¿Dije eso? No, puede olvidar esa parte, estaba bastante alterado, imagínese.

Lauri ató la bandera roja debajo de la celeste y blanca y las izó juntas. Bertoldi miró a los costados.

– Me está poniendo en un compromiso, che. Déjeme decirle que no es de buen argentino reverenciar otra bandera.

– ¿Pero cómo? ¿Justo ahora se va de viaje?

Bertoldi miró la valija y sonrió, incómodo.

– Bueno, pensaba ir al frente.

– ¿A las Malvinas?

– Iba a intentarlo. Ya van para diez años que falto.

– Por ahí anda un oficial soviético tomándonos fotos.

– Si usted pudiera pedirle un juego… Dígale que es para un amigo.

– Me pareció que ese hombre venía con usted. ¿Es cierto que lo acusaron de cambiar plata falsa?

– ¿De dónde sacó eso?

– Lo dijo usted por la radio.

– No tenía con quién hablar, ¿sabe? A veces me sentía tan solo… Mi esposa murió aquí.

– Y la cancillería lo abandonó. También lo dijo.

– Lo siento. No cuente nada, entonces; no vale la pena.

– No tenga miedo. Voy a decir que peleó solo contra todos los ingleses.

– No le van a creer, a los comunistas no les cree nadie.

– Pensé que usted había participado del sublevamiento con O'Connell.

– Claro, pero a mí me estafó todo el mundo. Ese irlandés me dio plata falsa. Eso aclárelo si oye decir otra cosa.

– Vamos, hay que tomar el palacio.

– ¿Le van a quitar el avión?

– ¿Al Emperador? Le vamos a quitar todo, supongo.

– ¿Usted va a aprovechar el vuelo?

– A mí no me quieren en otro lado.

– No nos quiere nadie, eso es cierto. ¿De dónde sacó que perdimos las islas?

– Me lo dijo Quomo.

– No le crea. Ese tipo expropió hasta los bancos de las escuelas.

– Lo va a hacer otra vez.

– ¿No ve?

– En una de esas se lo encuentra por allá. Dice que va a sublevar las Malvinas.

– No le diga que me vio.

– Lástima. Me hubiera gustado tener con quien tomar unos mates de vez en cuando.

– Quédese con la casa, si quiere. Hay un par de sueldos a cobrar, también. Hable con Mister Burnett.

– Es posible que haya que fusilarlo.

– Antes pídale que avise al banco.

– De acuerdo. Si llega a Buenos Aires llame a mis viejos y dígales que estoy bien.

– ¿Les cuento todo?

– Todo no. Arme una buena historia.

– No diga que Daisy me dejó.

– Y usted no diga que me echan de todas partes.

– Un día, cuando esté solo, saque ese trapo del mástil, ¿quiere?

– Cuídese, Bertoldi.

– ¿El ruso nos sigue sacando fotos?

– No, ya se lo llevaron.

– Venga un abrazo-. El cónsul lo apretó con la poca fuerza que le quedaba. Cuando le palmeó la espalda, Lauri notó que estaba flaco como un espárrago y al respirar hacía un ruido de cañería atascada.

– Viva la Argentina, compatriota-dijo Bertoldi.

– Hasta la victoria siempre -dijo Lauri.

80

Quomo ordenó a Kiko y al gorila rubio que condujeran las columnas hacia el palacio imperial. El irlandés parecía dispuesto a destruir todas las embajadas y disparaba como un poseído desde el techo del camión. El peón de la oreja cortada acarreaba baldes de agua para enfriar la ametralladora, y el otro insertaba los cartuchos subido al capó mientras un grupo de monos observaba la escena tapándose los oídos. Cuando terminaban de demoler una fachada, avanzaban el Chevrolet unos metros y empezaban con la siguiente. Cuando le tocó el turno a la de los Estados Unidos, el sultán El Katar esperó a que el frente estuviera en ruinas y luego pidió un alto el fuego para ir a tomar algunos rehenes por si el ejército lanzaba un contraataque. Quomo lo miró quemar la bandera de las barras y las estrellas y luego subir la escalinata con aire arrogante y un tanto inexperto. Ya nadie respondía los tiros y las calles se llenaban de gente que hacía fogatas y bailaba.