Lauri vio alejarse al cónsul que levantaba un puño cada vez que se cruzaba con un negro y volvió sobre sus pasos. En el salón de fiestas de la embajada británica los gorilas ocupaban las mesas del banquete y vaciaban las fuentes de plata y las botellas de champagne. Alguien había puesto en marcha el generador de electricidad y una sinfonía de Mozart daba un aspecto solemne a los pesados movimientos de los comensales. Lauri cerró los ojos unos instantes y cuando los abrió encontró la misma escena, apenas modificada por camareros que entraban con trinchantes de carne asada y montañas de ensaladas y postres helados. El argentino pensó que tal vez Quomo había soñado todo eso con tanta intensidad que nadie podría escapar de ese espacio estrecho e inasible en el que todo era verosímil todavía. Mientras se acercaba albulevar, volvió a escuchar el minué inconcluso en medio del tam-tam de los negros y la metralla obsesiva de O'Connell. Al otro lado de la calle, trepado a la estatua del Almirante Wellington, Quomo daba instrucciones y llamaba a las primeras asambleas. Kiko y Chemir llegaron con el jeep que había sido del teniente Wilson y el comandante saltó sobre la cabina descubierta. Lauri corrió para alcanzarlos temiendo que ya se hubieran olvidado de él. Chemir se inclinó y le tendió una mano para ayudarlo a subir.
– ¡Avísenle al irlandés! -gritó Quomo-: ¡Vamos al palacio!
Kiko manejó entre la multitud que arrancaba estatuas y se llevaba a los caídos.
– Ahora el enemigo va a ganarnos muchas batallas ypor mucho tiempo -dijo Queme-. Espero que O'Connell haya gastado bien la plata. Vamos a tener que resistir hasta que los tiempos cambien y los blancos vuelvan a creer en algo.
– ¿Por qué se pone pesimista ahora? Ganamos, ¿no?
– Sí, pero no es suficiente, Lauri. Todavía nos quedan por hacer muchas cosas más: sublevar las Malvinas, hacer cornudo al príncipe de Gales, desalcoholizar el whisky, vender Play Boy en Teherán, desmoralizar a los japoneses, sacarles a los pobres el orgullo de ser pobres…
– ¿Lo vamos a hacer?
– Esmás fácil descubrir el secreto de la ruleta, le aseguro. Pero alguna vez alguien lo hará.
– No agachar más la cabeza -dijo Chemir.
81
Parado a un costado de la ruta, el cónsul se preguntó qué hacer ahora que el último ómnibus había pasado. Porque estaba seguro de que los comunistas no dejarían partir ningún otro transporte por el que la gente pudiera escapar al extranjero. ¿Entregar la plata y volver al consulado a esperar que O'Connell cumpliera su promesa de facilitarle el avión del Emperador? En ese caso fortalecería a los revolucionarios y cuando llegara a Buenos Aires los militares lo pondrían preso por complicidad con la subversión. Algo le decía que de un momento a otro por esa ruta desfilarían los primeros coches huyendo hacia Tanzania o Uganda y no se equivocaba. Sólo que ninguno parecía dispuesto a detenerse para recogerlo. Quizá no tenía el aspecto adecuado para hacer dedo a esa hora, o tal vez nadie estaba dispuesto a cargar una valija más en el baúl. Los autos iban repletos y a toda velocidad, sin prender las luces porque los fuegos de artificio no habían acabado todavía. Bertoldi ocultó la valija detrás de unos arbustos y apretó bajo el brazo el paquete con las cartas a Daisy. Pasaron varios coches más y también un autobús fuera de línea, y como nadie hacía caso a sus señas fue a ponerse en el medio del pavimento, con los brazos y las piernas abiertos, calculando la distancia para arrojarse a un lado sí el conductor no frenaba a tiempo. Desde allí vio venir, entre las ondulaciones del camino, un auto que le parecía conocer desde siempre porque sólo había uno así en Bongwutsi. El Rolls reflejaba en su trompa cromada los colores de1 las últimas bengalas que volaban sobre la ciudad.
Bertoldi corrió a la banquina y fue a esconderse detrás del arbusto donde estaba la valija: tenía miedo de que el inglés lo hubiera visto izar la bandera en el mástil de la embajada. Se quedó encogido mirando al suelo, un poro avergonzado. Había cumplido con su deber de argentino, pensó, pero ahora volvía a ser un hombre solo, abandonado, que tenia que cruzar la frontera por cualquier medio. No le quedaba mucho tiempo; metió la mano en el bolsillo del impermeable mientras avanzaba, receloso, hacia el asfalto. Cuando el Rolls apareció en la cuesta, a treinta metros, y pudo distinguir a Mister Burnett al volante, se paró sobre la línea que señalaba el medio del camino y empezó a abitar el pañuelo.