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Santiago Acosta había partido tan silenciosamente de Bongwutsi que cuando el nuevo empleado se presentó en las embajadas de los países amigos, todos creyeron que estaban ante un nuevo cónsul. Halagado, Bertoldi concluyó que no valía la pena desengañarlos, sobre todo cuando a fin de mes en el banco no supieron darle noticias sobre su sueldo y le pidieron que avisara a Santiago Acosta que podía pasar a cobrar el suyo. Fue en esos días cuando hizo las primeras llamadas infructuosas a la cancillería y Estela empezó a mostrar signos de nostalgia y abandono. Entonces; Bertoldi, que nunca había estado en el extranjero, se dijo que la Argentina no podía quedarse sin representante en Bongwutsi y decidió redactar su propio nombramiento.

Para cobrar el sueldo tuvo que acudir a la buena voluntad del embajador de Gran Bretaña, que en su juventud había sido escolta del gobernador de las Falkland. Todos los meses, Mister Burnett llamaba al banco y autorizaba el endoso del giro que llegaba a la orden de Santiago Acosta. Así, Bertoldi y Estela pudieron pagar el alquiler de la casa mientras abrigaban la esperanza de regresar lo antes posible a Buenos Aires. Poco a poco, Bertoldi se fue acostumbrando a presentarse como cónsul, pero cuidaba de no darse ese tratamiento en los informes que enviabapor correo al Ministerio de Relaciones Exteriores. Al cabo de unos meses, el título le era tan familiar como ajenas las funciones que implicaba. De todos modos nunca tuvo noticias de que otro argentino anduviera por las cercanías, ni nadie puso en tela de juicio la legitimidad de su nombramiento. Ahora, el propio Emperador reconocía su importancia al recibirlo en el templo y Bertoldi hubiera querido tener un buen traje para ir a festejar la reconquista de las Malvinas al bar del Sheraton.

Fue a vestirse y puso la marcha Aurora en el tocadiscos. Encendió todas las luces de la casa y abrió las ventanas para que la música se escuchara por todo el barrio. Afuera, las paredes y el piso conservaban el calor acumulado durante las horas de sol y los vecinos empezaban a sacar las mesas y las sillas para cenar en la vereda. Bertoldi empezó a arriar la bandera cantando a todo pulmón. Los nativos que pasaban por la calle se paraban a mirarlo y algunos se quitaban el sombrero. De golpe, todas las luces del barrio se apagaron y el disco se frenó con un sonido ahogado. El cónsul volvió a su despacho con la bandera, encendió una vela y se sentó frente a su escritorio.

Se preguntaba cómo responder al embajador británico, y aunque tenía atolondrado el pensamiento, lo ganó un incontenible deseo de llevar la enseña de la patria hasta la zona de exclusión y plantarla allí, como una estaca en el arrogante corazón de Mister Burnett.

7

Después de la siesta el embajador de Gran Bretaña salió a recorrer la zona de exclusión para solicitar personalmente la colaboración de sus aliados. El commendatore Tacchi, que se había declarado neutral en el palacio del Emperador, no dejó de señalarle que la decisión comprometía las relaciones de su país con la Argentina, ya que la zona prohibida impedía el libre ingreso del cónsul Bertoldi a la embajada de Italia. Pero en el fondo, Tacchi se sentía aliviado de no ver por un tiempo al argentino que siempre aprovechaba sus visitas para pedirle algo prestado. Por cortesía, el italiano acompañó a Mister Burnett a visitar la zona, marcada con banderines de golf, y en el camino se les agregaron Monsieur Daladieu, Mister Fitzgerald y Herr Hoffmann.

En la rotonda donde estaba la barrera, la banda escocesa tocó It's a long way to tipperary y luego, ante una señal del embajador, se lanzó con The British Grénadiers. Los nativos que se reunieron en las veredas aplaudieron la exhibición y aprovecharon que los ingleses habían cerrado el tránsito para seguir la fiesta con sus propios instrumentos.

Durante el recorrido, la banda escocesa repitió Tippérary en seis puntos que el inglés consideraba estratégicos: tres avenidas por las que se accedía al centro de la ciudad, la torre de abastecimiento de agua, el monumento al duque de Wellington y la caballeriza abandonada por los australianos.

Cada embajador iba acompañado por un sirviente que sostenía una sombrilla y otro que cargaba una conservadora con hielo, whisky y refrescos. A la sombra de la caballeriza, recostados sobre el heno, los embajadores bebieron un aperitivo y evaluaron las informaciones que habían recibido de sus respectivas capitales. Exponía, Herr Hoffmann cuando Mister Burnett, que removía distraídamente la hierba con la punta del zapato, vio algo que lo dejó anonadado. Allí, perdido entre la paja seca del establo, reconoció el prendedor de diamantes que le había regalado a Daisy para festejar e! primer aniversario de bodas.

Las piedras preciosas brillaban, tocadas por el sol que se filtraba entre las tablas resecas; Mister Burnett disimuló su desazón y dejó que el alemán terminara el análisis del conflicto sin siquiera sacarse la pipa de la boca. Luego se levantó y sugirió regresar inmediatamente al bulevar para comunicarse con Europa.