– Eres tan guapa… -susurró Trent.
Ella intentó controlar un escalofrío que quería recorrerle la espalda. Trent era su marido, su amante, el padre de su hijo. No había ningún motivo para que la pusiera tan nerviosa.
Salvo que ella había pronunciado la palabra «amor» cuando se estaba quejando de los cambios que él había hecho en su cabaña. Se le había escapado de la boca, entre las lágrimas, cuando Trent le había dicho que había querido ayudarla leyéndose su libro sobre el embarazo. Él leía sus libros sobre el embarazo.
Notó que se le humedecían los ojos de nuevo al recordarlo.
– Cariño, ¿qué te pasa? -le preguntó él, y le acarició la mejilla con un dedo.
– Nada, es la máscara de pestañas -dijo Rebecca, y parpadeó varias veces para atajar las lágrimas. Y, para distraerlo, le acarició la pechera de la camisa, que era blanca como la nieve-. Has dicho que tenías algo para mí.
Él le atrapó la mano y la arrastró hacia el bolsillo de su chaqueta. Rebecca notó la forma de una caja. De una caja de terciopelo. Y sintió otra oleada de emoción.
– ¿Es para mí?
Nadie le había hecho nunca un regalo en una caja de terciopelo.
Los hombres como Trent regalaban joyas.
– ¿No vas a sacarla? -le preguntó él con una sonrisa en la mirada.
– Claro, sí -dijo ella.
Después se quedó inmóvil, observando fijamente la caja de color azul claro que tenía en la mano.
– Ábrela, cariño. Te ayudaré a ponértelo. Después tengo que marcharme -le dijo Trent, y le alzó la cabeza con un dedo-. No te quedes demasiado atrás.
Iban a ir en coches separados porque él tenía que hacer algunas cosas en el club, relacionadas con su presidencia del comité de nuevos socios. Ella había preferido arreglarse con más calma e ir un poco más tarde. Rebecca respiró profundamente y abrió la caja. Miró el collar que había dentro y después miró a Trent, maravillada.
– No parece algo que tú elegirías -le dijo. No sabía qué era lo que se esperaba, pero aquello no era ni grande ni llamativo.
Él se encogió de hombros.
– Pero sí parece algo que tú te pondrías.
Rebecca se lo acercó a la cara para mirarlo con más atención. Era una delicada cadena de platino, y de ella colgaba…
– Un ángel -dijo asombrada, levantándolo con el dedo.
Un ángel diminuto, con la cabeza redonda y el cuerpo triangular, y las preciosas alas hechas con finas tiras de platino y piedras transparentes.
– Son diamantes -le dijo Trent-. Pero mira el halo. Ésa es mi parte favorita. ¿Ves la letra que forma el halo?
Rebecca asintió.
– Es una «e» -respondió.
Él sonrió.
– «E» de Eisenhower.
– Oh -dijo ella, y los ojos se le llenaron de lágrimas otra vez.
Trent se rió.
– Vas a conseguir que piense que no te gusta mi regalo.
– Me encanta tu regalo. Pónmelo, por favor -susurró ella.
Trent obedeció y ella se dio la vuelta para mirarse al espejo. Sus ojos se encontraron en el reflejo.
– Es precioso, Trent. Gracias, de verdad -le dijo con sinceridad.
Él sonrió.
– De nada, de verdad -respondió, y miró la hora en su reloj de muñeca-. Será mejor que me vaya. Estoy impaciente por verte a ti, y ver tu vestido nuevo, en el club.
– Y al ángel Eisenhower -añadió Rebecca, acariciando el colgante. Se puso de puntillas y lo besó ligeramente en los labios.
Trent le cubrió el vientre con la palma de la mano. Él nunca la había acariciado de aquella manera, como si estuviera acariciando a su hijo. Ella tragó saliva.
– Y al ángel Eisenhower -confirmó Trent mirándola intensamente.
Después, se fue.
Mientras ella sacaba el vestido del armario, sintió un ligero dolor en la parte baja de la espalda.
– Estúpidas sandalias de tacón -murmuró, mirándose el calzado.
Eran unas sandalias difíciles de usar para una persona que estaba acostumbrada a llevar calzado plano y cómodo de enfermera. Pero Rebecca suponía que unos zuecos planos de enfermera quedarían ridículos con el vestido de color turquesa de seda que se había comprado.
Trent estaba acostumbrado a mujeres que podían llevar zapatos sofisticados con vestidos sofisticados a los bailes elegantes de su club.
Mientras se ponía el vestido, volvió a sentir aquel dolor en la espalda, pero no le prestó atención y se miró al espejo. Esperaba que Trent la encontrara sofisticada y pensara que había elegido bien su atuendo para asistir a aquel baile.
Al otro lado de la habitación, el teléfono sonó. Rebecca se miró de nuevo al espejo para hacerse una inspección final antes de responder la llamada.
– Porque no quiero fallarle a Trent -le dijo a su reflejo.
Capítulo 12
Pero fallarle a Trent era algo que le pesaba a Rebecca en la conciencia cuando se apresuraba a entrar al Tanglewood Country Club. Caminaba hacia el sonido de la orquesta, que estaba tocando algo lento y soñador en el salón de la fiesta, que estaba frente a la entrada del restaurante. La llamada que había recibido justo después de ponerse el vestido nuevo era del hospital. Habían tenido que ingresar a Merry de nuevo, y la niña preguntaba por la enfermera Rebecca.
Aunque Trent, al que había avisado por teléfono, la había animado a que visitara a Merry de camino al club, Rebecca había tenido que esperar a que instalaran a la niña en su habitación, y eso la había retrasado demasiado. Mientras pasaban los minutos, Rebecca notaba que la tensión le atenazaba los músculos de la nuca. El baile de aquella noche iba a ser la primera aparición de Trent con su esposa en un evento social del club, y ella sabía que era algo importante para él.
Cuando entró por la puerta de la sala, se detuvo a observar la preciosa decoración. Había velas y flores por todas partes y el conjunto creaba un ambiente mágico. Recordando una vez más que llegaba muy tarde, siguió avanzando por la estancia y, al hacerlo, una ráfaga de aire caliente y húmedo le golpeó la cara. Sintió otra punzada de dolor, más fuerte que ninguna de las anteriores, centrada en la parte baja de la espalda, y se acaloró. Casi mareada por aquella combinación, se detuvo de nuevo, buscando a Trent por la sala, entre la multitud.
De nuevo, los músculos de la espalda se le contrajeron dolorosamente cuando lo vio. Tenía a una mujer alta entre los brazos, una maravillosa rubia con un vestido de lentejuelas y un collar de diamantes muy diferente del sencillo colgante que llevaba Rebecca.
Aun así, Trent era su marido. El padre de su hijo. Ella apretó la mano contra el ombligo y tomó aire. Después, siguió sorteando las mesas hacia él. Sin embargo, el calambre se repitió y se transformó en un dolor intenso que no cesaba. Tenía que quitarse aquellos zapatos. Tenía que refrescarse con un vaso de agua.
Siguió moviéndose, intentando no pensar en que el sonido de la sala le resonaba salvajemente en la cabeza.
De nuevo sintió otro espasmo, pero en aquella ocasión, el dolor le atenazó el vientre y la pelvis. Rebecca se agarró al borde de una mesa mientras el dolor la retorcía y notaba una sensación líquida entre las piernas. Con un sudor frío recorriéndole la espalda, gritó:
– ¡Trent, Trent! -mientras buscaba con la mirada a su marido-. ¡Trent!
Entonces, lo vio de nuevo. Aún estaba en la pista de baile, pero se había separado de aquella belleza rubia que era mucho más que Rebecca… salvo la madre de su hijo.
Cuando otro espasmo la obligó a inclinarse hacia el suelo, sintió un terrible pánico.
Quizá no iba a ser la madre del niño de Trent, después de todo.