Trent era muy bueno en momentos de crisis. Todo el mundo lo había dicho siempre, y todo el mundo lo comentó en el club aquella noche. Alabaron su calma mientras se acercaba a toda prisa a la pálida y temblorosa Rebecca, la sacaba de la sala, le entregaba las llaves a un mozo y esperaba a que le llevaran el coche a la puerta.
– Vas a ponerte bien, cariño -le dijo a Rebecca mientras la ayudaba a sentarse en el coche y la envolvía en su chaqueta-. ¿Estás segura de que no necesitamos una ambulancia?
– No, no necesitamos una ambulancia -afirmó ella.
Por encima de su chaqueta negra, la cara de Rebecca era una mancha pálida. Aquella visión le encogió el estómago. Cuando la había dejado aquella noche en casa, ella tenía los ojos brillantes como estrellas y, sin embargo, en aquel momento parecía que todas las estrellas se habían caído del cielo.
– El hospital…
– No. Tampoco necesitamos ir al hospital. La hemorragia ya ha cesado. El médico me ha dicho que me fuera a casa y que pusiera los pies en alto. Quizá esto no sea nada. Lo único que podemos hacer en este momento es esperar.
Trent se deslizó en su propio asiento y arrancó el coche. El problema de todo aquello era que, aunque él era bueno en las crisis, no era tan bueno esperando.
Mientras conducía, miró a Rebecca y vio que había cerrado los ojos.
«Bien. Descansa, mi amor». La chaqueta se le había resbalado un poco a Rebecca, y él vio que ella se había colocado una mano sobre el pecho y que agarraba en el puño el ángel que él le había regalado.
Durante las siguientes horas, Trent aprendió mucho sobre su mujer.
Que tenía tanta calma en las crisis como él.
Que su indefectible corrección le ponía nervioso.
Que su independencia le ponía nervioso.
Que su silencio le ponía nervioso, sobre todo cuando le dijo que se iba a dormir y él supo que era una mentira, que estaba tumbada junto a él en el colchón, despierta y callada.
Tan callada…
A las tres de la mañana, Trent se rindió, soltó una maldición entre dientes y encendió la lámpara de la mesilla de noche.
– Diría que siento haberte despertado -le dijo a Rebecca-, pero sé que no estabas dormida.
Ella se apartó el pelo de la cara y lo miró, en silencio, con calma.
A él también le puso nervioso aquello. Quería que hablara, que llorara, que se lamentara, que mostrara algún tipo de emoción, que compartiera aquella emoción con él.
– Todo va a salir bien -dijo Trent, cuando no pudo soportar más el silencio.
Ella sacudió la cabeza.
– ¿A qué te refieres? -le preguntó. Su voz tenía un ligero tono de angustia, así que carraspeó-. Apaga la luz, Trent -dijo Rebecca, y le volvió la cara-. Por favor, apaga la luz y déjame dormir.
¿Qué podía hacer él, salvo obedecer?
En algún momento antes del amanecer se quedó dormido. Cuando se despertó, eran más de las siete y estaba solo en la cama. La puerta del baño contiguo se abrió y la mirada de Trent saltó hasta Rebecca.
Ella salió lentamente, con el pelo cepillado y la cara lavada. Él se dio cuenta de que seguía llevando el camisón que se había puesto la noche anterior.
Y también se dio cuenta de que no llevaba al cuello el angelito con el que se había acostado la noche anterior.
Mientras Trent estaba sentado en la sala de espera de la consulta de obstetricia, leía el folleto de información sobre el aborto que le había dado una de las enfermeras. Rebecca estaba pasando por un procedimiento normal en aquellos casos, por el que se aseguraba que no quedaba nada de la maternidad frustrada en su cuerpo después de la pérdida del bebé.
Había tenido que firmar papeles y documentos de descargo de responsabilidad y leer advertencias que hicieron que le ardiera el estómago y se le acelerara el corazón. Sin embargo, no había permitido que Rebecca notara nada de todas aquellas emociones. Había examinado los papeles con cuidado y los había firmado sin demostrar ni una señal de lo que sentía.
De hecho, no estaba seguro de que sintiera nada en concreto. Seguía sintiéndose entumecido.
Al cabo de unos minutos de espera, se acercó al teléfono público de la sala, puesto que una enfermera malhumorada le había informado de que debía desconectar el teléfono móvil, y llamó a su hermana Katie a Crosby Systems.
– ¿Dónde demonios estás? -le preguntó ella.
Él siguió la vía calmada y racional también con ella. Había llamado a Claudine y le había explicado lo del aborto, así que su hermana lo sabía. En aquel momento, le explicó a Katie los detalles de la estancia de Rebecca en el hospital.
– Oh, Trent -le dijo Katie. La voz de su hermana, llena de cariño y preocupación, hizo que Trent se frotara el pecho con la palma de la mano.
– Todo va a ir bien -le dijo él-. Todo irá bien.
– ¿De verdad?
– Claro. Ya lo verás.
– ¿Me llamarás si Rebecca y tú necesitáis algo?
– Claro que sí.
Cuando colgó, el reloj de la sala de espera apenas había avanzado, así que llamó a su hermano Danny.
– Sólo quería saber qué tal estás -le dijo, al oír la voz de su hermano al otro extremo de la línea.
– ¿Estás bien? -le preguntó Danny.
– Claro. ¿Y tú?
Trent oyó un suspiro.
– Trent, acabo de hablar con Katie. Sé lo que ha ocurrido.
– Bueno, no te preocupes, puedo manejarlo.
Aunque se alegraba de oír la voz de su hermano, Trent era quien siempre había cuidado de él, igual que de Katie y de Ivy. Cuando Danny era completamente infeliz en la academia militar a la que lo habían enviado sus padres, fue Trent quien insistió en que su padre lo sacara de allí. Cuando Danny había caído en un pozo de drogas y de alcohol, había sido Trent quien lo había sacado de allí y le había devuelto a la vida y al negocio familiar.
– Tú siempre puedes manejarlo todo -convino Danny.
Seguro de que aquella afirmación lo calmaría, Trent se despidió y colgó. Sin embargo, a los cinco minutos de estar sentado en la incómoda silla de la sala de espera, volvió al teléfono.
En aquella ocasión, cuando oyó el saludo de su hermano, la fachada que había estado sosteniendo, quizá durante toda la vida, se vino abajo.
– Tengo un problema -se oyó decir a sí mismo.
– ¿Quién es? -respondió Danny.
– Tu hermano, por el amor de Dios. Tengo un problema y no sé qué hacer.
Hubo un largo silencio al otro extremo de la línea.
– Danny, ¿estás ahí?
– Lo siento, estaba demasiado sorprendido por lo que me has dicho.
– Muy gracioso.
El buen humor se desvaneció de la voz de Danny.
– Sé que no lo es, Trent. Es que llevas tanto tiempo con la capa de superhéroe que verte sin ella me resulta muy extraño.
– Superhéroe. Dame un respiro.
– Nunca te lo dimos, ¿verdad? -respondió Danny-. Ni mamá, ni yo, ni nuestras hermanas, ni tampoco papá, cuando te pasó todos los dolores de cabeza de la responsabilidad sobre tus hermanos pequeños y sobre Crosby Systems.
Trent frunció el ceño.
– A mí se me da muy bien todo eso -afirmó.
– Claro. ¿Es que hay algo que no se te dé bien?
– Rebecca -dijo él-. Quizá haya cometido un error con Rebecca.
– Primero un problema, ¿y después admites que has cometido un error? -Danny se rió-. No me lo puedo creer.
– He dicho que quizá. Y, ¿por qué demonios te estás riendo de mí? Por primera vez en nuestra vida te llamo para que me ayudes y tú te ríes -dijo él, y respiró profundamente-. Tengo miedo, Danny. Tengo miedo de perder a Rebecca.
– Demonios, Trent -dijo Danny, con la voz ronca por la emoción de haber perdido a su hijo y a su esposa-. Está en buenas manos en el Hospital General de Portland, ¿no?
Trent cerró los ojos fuertemente.
– Creo que se pondrá bien, sí. Pero tengo miedo de que me deje después de esto.