– Presente, enfermera Holley.
Trent. Era Trent. A ella le ardió la cara al mirar hacia arriba y verlo. Tenía el pelo húmedo y se había puesto una camisa blanca, unos pantalones vaqueros desgastados y unas zapatillas de deporte.
– ¿Hay algo malo en lo que me he puesto? -dijo él, y abrió ambos brazos.
Ella sacudió la cabeza, pensando: «Tenía razón sobre lo de tus genes perfectos, Eisenhower».
– No, no, estás muy bien. Quiero decir, lo que llevas está muy bien.
– Tú también estás muy guapa.
Claro. Llevaba el pelo recogido en una coleta, unos pantalones y una camiseta enorme, propiedad del Hospital General de Portland. Aunque aquel atuendo, probablemente, no le era familiar a Trent, porque siempre la había visto con el uniforme de colores de la planta de pediatría. Sin embargo, ella no quería impresionarlo como mujer; aquel día quería mostrarle su faceta responsable y maternal.
En aquel momento, un niño pequeño se chocó contra sus rodillas y, automáticamente, ella se inclinó y lo ayudó a recuperar el equilibrio. Así. Aquel día habría muchos momentos como ése, en los que a podría demostrarle que era la persona adecuada para tener la custodia única del bebé que él había engendrado sin comerlo ni beberlo.
– Bueno, ¿qué puedo hacer?
Ella pasó el dedo por la lista e hizo un gesto de lástima.
– ¿Qué te parece encargarte de la máquina de algodón de azúcar?
– ¿Esa cosa dulce y pegajosa?
Con otro gesto de lástima, ella asintió.
– Lo siento, pero es el único trabajo que queda por asignar.
Él se rió y se inclinó hacia ella como si estuviera a punto de compartir un secreto oscuro y profundo.
– No te disculpes -dijo, y ella sintió su respiración cálida en el cuello-. No hay nada que me guste más que lo dulce y pegajoso.
A Rebecca se le tensaron todos los músculos del cuerpo, y la cercanía de Trent le envió una oleada de calor a la piel.
Deseo. El deseo, que había estado dormido en su cuerpo, se despertó.
– ¿Estás bien?
No. No había deseado a un hombre desde que había descubierto el cargo de novecientos treinta y ocho dólares a favor de una tienda de lencería cara en la tarjeta de crédito de su marido. No había vuelto a pensar en su cuerpo en términos sexuales desde que había decidido ser madre.
– Sí, estoy bien -respondió.
– Entonces, vamos -dijo él.
– Sí, vamos.
Rebecca se obligó a moverse. En pocos minutos, sus niveles hormonales volverían a recuperar la normalidad, y ella lo vería como el hombre poderoso e inalcanzable que era. No percibiría su olor delicioso y masculino, no querría que la acariciara ni querría acariciarlo.
Aquel día era para demostrarle que podía ser maternal y responsable, no una persona con necesidades sexuales.
La máquina de algodón de azúcar que habían alquilado estaba al final del pasillo que formaban todos los puestos. Durante la demostración, el manejo de la máquina había parecido muy fácil. Sin embargo, cuando Rebecca le dio a Trent las sencillas instrucciones, su esfuerzo no salió bien. Lo que se suponía que tenía que ser una nube de algodón esponjosa era una masa tenue y fláccida. La mayor parte del azúcar le había caído en los dedos en vez de cubrir el cono.
– Es horrible -dijo Rebecca al ver el resultado.
– Será mejor que me dejes probarlo -dijo Trent.
– ¿Eh? -ella frunció el ceño y alzó el algodón de azúcar para que él lo inspeccionara-. No sé qué ha podido salir mal…
Él le tomó la muñeca.
Al sentir el contacto con su piel, el brazo de Rebecca dio un tirón.
Él había inclinado la cabeza para probar el azúcar, pero en vez de hacerlo de la nube de algodón, atrapó un poco de azúcar del dorso de la mano de Rebecca con los labios.
Ella notó que las hormonas se le disparaban de nuevo. Lo miró a los ojos mientras notaba un cosquilleo en la piel y se le endurecían los pezones a causa de un imparable impulso sexual.
¿Se daría cuenta él?
Oh, claro que sí. Las aletas de la nariz se le movieron, como si estuviera olfateando el deseo que a Rebecca se le escapaba por los poros de la pie.
Ella emitió un susurro.
– No sé… no sé…
– ¿No sabes qué? -le preguntó él, en voz baja y ronca.
– No sé qué decir. Eh… lo siento.
– No tienes por qué disculparte -dijo él, mirándole los labios, y después los ojos de nuevo-.Te dije que me gustan las cosas pegajosas y dulces…
En aquel momento, la voz de un niño atravesó el aire junto a ellos.
– ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Algodón de azúcar! ¡Por favor! Cómprame algodón de azúcar.
Rebecca se sobresaltó y Trent le soltó la mano mientras ella se daba la vuelta rígidamente, con la esperanza de que pareciera que todo era muy normal.
Debió de parecer muy normal, porque la madre le dio los dos tiques necesarios en vez de echar a correr en dirección contraria para proteger a su hijo de los pensamientos indecorosos que estaba teniendo Rebecca. El niño comenzó a saltar de alegría cuando Trent le entregó su algodón de azúcar. Su primer intento salió a la perfección, como era de suponer. Pero ella no tuvo tiempo de comentárselo, porque después del primer niño se había formado una larga cola.
Y siguió habiendo cola para el algodón de azúcar durante un par de horas, así que ella no tuvo tiempo para pensar, y mucho menos para preocuparse por su incontrolable respuesta hacia Trent. Ante su insistencia, ella se tomó un corto descanso para ir a tomarse un perrito caliente y una botella de agua, y le llevó lo mismo a él. Y entonces, tan rápidamente como se había formado la cola, se evaporó. La feria casi había terminado. Había sido todo un éxito.
Sin embargo, la marcha de los clientes significaba que Rebecca tendría que enfrentarse a Trent sin la máquina de algodón de azúcar entre ellos. Tendría que enfrentarse a aquellos momentos de atracción sexual breves, aunque muy intensos.
Él apagó la máquina, pero ella, incapaz de mirarlo a la cara, se concentró en contar los tiques que habían recogido.
«¿Qué va a pensar Trent de mí, Eisenhower?» ¿Qué madre responsable se dejaba dominar por el deseo hacia un hombre al que apenas conocía?
– Rebecca.
La voz de Trent, cerca de ella, la sobresaltó, y para no perder el equilibrio, estiró los brazos hacia atrás para agarrarse a la máquina. Entonces, posó las manos en los restos del azúcar del algodón.
Aún tambaleándose, golpeó con el pie un cartón abierto de mezcla para el algodón, que aún estaba medio lleno. El polvo se le cayó sobre las zapatillas de deporte.
– ¡Oh, no! -dijo ella y, mirando aquel desastre, se pasó las manos pegajosas de azúcar por el pelo.
Con otro gruñido, se desenredó como pudo las manos del pelo y, consciente del aspecto tan horrible que debía de tener, alzó la vista hacia Trent.
– No me lo puedo creer.
Él apretó los labios.
– Quizá sea culpa mía. Pero cuando dije que me gustaban las cosas pegajosas y dulces, no me refería a…
– ¡Oooh!
– No vuelvas a dar una patada contra el suelo si estás sobre todo ese polvo de azúcar, porque vas a empeorar mucho más las cosas.
– Oh. Normalmente soy una persona muy limpia -murmuró, molesta por su broma y muy avergonzada-. De verdad. Pregúntale a cualquiera.
Él se rió.
– Y yo te voy a dar la oportunidad de demostrarlo. Voy a buscar un cubo y una fregona.
– ¿De veras? -le preguntó Rebecca esperanzada. Al menos, así tendría unos minutos para lamentarse por su dignidad perdida-. Ve a la taquilla de los tiques y pregunta,por Eddie. Él te ayudará.
– Eddie -repitió Trent, asintiendo, y después le sonrió-. Bueno, no te marches a ningún sitio, ¿eh?
Como si pudiera hacerlo, pensó Rebecca, mientras miraba todo el algodón de azúcar que tenía que limpiar. ¿Podría empeorar más el día? ¿Podría empeorar más ella ante los ojos de Trent?