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Podría funcionar.

– Quizá debiéramos casarnos -dijo en voz alta, experimentando el sonido de aquellas palabras-. ¿Qué te parece?

Capítulo 4

Disfrazado con unos vaqueros rotos, una camisa de franela lisa sobre una camiseta y una gorra calada hasta los ojos, Everett Baker estaba escondido en la parte trasera del puesto del algodón de azúcar, escuchando la conversación de los que estaban dentro. Everett conocía a Rebecca Holley de vista del trabajo, porque él era contable en el mismo centro de adopción y clínica de fertilidad, Children's Connection. A Trent Crosby no lo conocía. Al menos, no desde que eran niños. Quizá debiera sentirse mal por escucharlos, pero aquél era el menor de sus crímenes.

Aquellas dos personas tenían otras razones para despreciarlo.

Igual que él mismo había comenzado a despreciarse de una manera horrible desde que estaba huyendo del FBI.

«Pero Nancy me quiere».

Tenía que aferrarse a aquello. Ya le había contado a Nancy Allen, la enfermera del Hospital General de Portland, lo que había hecho, y milagrosamente, ella seguía queriéndolo. Seguía creyendo en él.

Él tenía que demostrarle que su fe no era inútil. Que Nancy tenía razones para quererlo. Así que marcharse de Portland ya no era una opción. Tenía que pagar por sus crímenes.

Aunque tenía confianza en que nadie lo reconociera con aquel disfraz, Everett caminó por detrás de los puestos de la feria para que no lo vieran. Incluso antes de que hubiera empezado a buscarlo el FBI, aquél era el modo en que había vivido su vida: tras una fachada, a distancia de los demás. La mayor parte del tiempo se había culpado a sí mismo por aquella distancia, por su timidez, por no haber conseguido dejar que la gente viera quién era en realidad.

En otras ocasiones, se había dado cuenta de que su niñez lo había encerrado en aquel papel y en aquel comportamiento.

– ¡Papá! -oyó que exclamaba un niño desde el otro lado de los puestos de madera-. ¿Vamos a ir al parque después? Me prometiste que jugaríamos al béisbol.

Jugar al béisbol.

Una escena familiar se abrió paso en su mente. Antes pensaba que era una fantasía, algún retazo de una película antigua o de un programa de televisión que no recordaba haber visto. Pero en aquel momento sabía que, en realidad, era un recuerdo del pasado, de su infancia. Una caja envuelta en papel plateado crujiente. Más papel por dentro. Y dentro de aquel papel, con un olor casi tan bueno como el del perfume de flores de su madre, un precioso guante de cuero de béisbol, justo de su talla.

– ¿Vamos a jugar ahora, papá?

A él le encantaba aquel guante. Le encantaba el béisbol.

Sin embargo, su padre había cambiado. Había dejado de ser alguien divertido y cariñoso y había pasado a ser alguien pendenciero y que apestaba a alcohol. Su madre también había cambiado. Y su hogar no había vuelto a ser el mismo.

Él no había vuelto a ser el mismo.

Llegó junto a una cabina de teléfono que había justo a una salida lateral poco transitada del Hospital General de Portland y marcó un número. Lo había memorizado de la tarjeta que le había dado un detective cuando había acompañado a Nancy a la comisaría unas semanas antes. Entonces, él había intentado quitarle fundamento a sus advertencias acerca de la posibilidad de que una banda de secuestradores estuviera operando en Children's Connection, diciéndole al detective Levine que la enfermera estaba cansada y que había trabajado demasiado. Había intentado darle al policía la impresión de que ella se estaba imaginando las cosas.

En aquel momento, sin embargo, estaba decidido a confirmar las verdades que había dicho Nancy. Charlie Prescott, el jefe de aquella banda, había muerto a causa de los disparos del FBI, y hablar con la policía resultaba más seguro sin sus amenazas.

– Detective Levine -respondió una voz al otro lado de la línea.

Everett pensó en toda la gente a la que había hecho daño. Pensó en todo lo que tenía que lamentar.

– ¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? -dijo el detective con impaciencia.

Everett pensó en Nancy. Y en su madre y en su padre, tal y como eran al principio.

– Hola, detective -dijo por fin-.Hemos hablado antes. Sobre una banda de secuestradores.

– ¿Quién es? -ladró el detective.

– Soy… soy Everett Baker. Sé que el FBI y usted me están buscando, y me gustaría entregarme. Tengo información que deben conocer.

Aquella tarde, después de la feria infantil, Trent entró a casa de Rebecca con bolsas de comida china que depositó en la mesa de la cocina. Mientras ella sacaba de un armario los platos que iban a llevar al salón para comer, él observó una bonita fotografía enmarcada en la que aparecía la familia de Rebecca.

– ¿Es tu gente? -le preguntó él.

– ¿Mi gente? -repitió ella, acercándose a la fotografía y observando el montaje de caras sonrientes. Con un dedo, le quitó una mota de polvo a la imagen de su madre. Había sido la última Navidad que ella había estado con vida-. Sí. Mi gente.

– ¿Viven cerca?

– No. Estamos repartidos por todo el país. Me parece que no hemos vuelto a pasar ningunas vacaciones juntos desde que se hizo esta fotografía. Mi madre tenía cáncer y quisimos pasar una última Navidad todos juntos, en familia.

Al explicárselo, notó una punzada de tristeza en el corazón.

«Lo que daría por que mi madre estuviera conmigo ahora, para poder hablar con ella sobre el bebé…».

– ¿Y qué diría?

Rebecca se sobresaltó y miró fijamente a Trent.

– ¿Lo he dicho en alto?

– Eso me temo -respondió él con una media sonrisa.

– Trent, haces que me ocurran cosas muy raras.

Él le acarició suavemente la mejilla con el dedo índice.

– ¿De veras? Bueno, estoy empezando a lamentar no haber estado contigo cuando te ocurrió lo más raro de todo.

Rebecca tardó un segundo en descifrar aquello.

– ¡Oh! ¡Fresco! -le reprochó, y lo empujó con el hombro como habría hecho con alguno de sus enormes hermanos. Después se dirigió a la encimera a sacar la comida y ponerla en los platos.

– ¿Qué diría? -volvió a preguntarle Trent, observándola fijamente.

– ¿Mi madre? Estaría entusiasmada por mi embarazo. Siempre me decía que yo sería una madre estupenda.

– ¿Y qué pensaría de mí como padre? ¿Como tu marido?

Rebecca lo miró.

– No… no lo sé.

– Era sincero cuando te dije que deberíamos casarnos, Rebecca.

La cuchara de servir cayó sobre la encimera.

– No puede ser.

– Claro que sí. Era totalmente sincero. Y te haré una advertencia: siempre consigo lo que quiero.

– ¡Pero tú no me quieres!

– Quiero a ese bebé. Y no me conformaré con menos que ser el padre de nuestro hijo.

Nuestro hijo. Aquello también le rompió el corazón a Rebecca.

Ambos fueron hacia el salón sin decir nada y se sentaron en el sofá con los platos.

– Come -le dijo Trent, y él mismo miró su comida con placer.

Ella no podía hacer otra cosa que mirarlo. ¿Acaso Trent pensaba que podía hablar de aquellas cosas, de su matrimonio y de su bebé, sin que afectaran a su apetito? ¿Podía decir aquello y pensarlo sin perder él mismo las ganas de comer?

Sin embargo, en aquel momento, Rebecca se dio cuenta de que él estaba removiendo la comida en el plato, pero que no se llevaba el tenedor a la boca.

Rebecca entrecerró los ojos. Estaba segura de que aquélla era su forma de hacer negocios. Con calma, con frialdad, diciéndole a su oponente lo que quería, lo que iba a hacer, y después, avanzando y actuando como si los demás fueran a aceptarlo todo. ¡Bien! Pues Rebecca Holley no era tan fácil de convencer.

Él la miró de reojo.