– Vamos a dejar a un lado tus problemas. ¿Qué quieres? ¿Esperas beneficiarte de algún modo de lo que ha pasado hoy en New Hampshire?
– Eso no es justo.
Ella suspiró.
– No, no lo es.
– ¿Eres feliz como jueza federal? -preguntó Cal.
– ¿Qué tiene que ver eso?
– Contesta a la pregunta.
– Ya no pienso en la felicidad. No estoy segura de saber lo que es. ¿Una buena comida? ¿Un atardecer bonito? ¿Los pocos momentos en los que la vida es hermosa? Ni siquiera creo que la felicidad importe en nuestra vida. No es lo que busco.
Él apartó la vista.
– Soy un hombre decente, Bernadette. No soy perfecto. Espero que lo recuerdes.
– Nunca he pedido ni querido perfección, Cal.
– Tal vez no. Me alegro de que no le haya ocurrido nada peor a Mackenzie. Sé cómo la aprecias. Siento haberme mostrado insensible. Ha hecho muchas cosas con su vida y se culpa por lo de su padre, ¿sabes? Aunque haya pasado mucho tiempo, todavía se culpa.
Bernadette asintió.
– Lo sé.
– También se culpará por no haber atrapado hoy a ese hombre. Por lo menos no le ha pasado nada irremediable -se acercó a Bernadette y le tocó el pelo-. Estás agotada -apartó la mano-. Pasamos buenos tiempos juntos, Beanie.
– Desde luego.
– ¿Piensas volver a salir con hombres cuando me vaya de aquí? Sé que no es asunto mío, pero deberías. Eres una mujer atractiva y tienes mucho que ofrecerle a un hombre.
Ella sonrió con frialdad.
– ¿Y qué tiene que ofrecerme ese hombre a mí? Me gusta mi vida en este momento. No seas paternalista, no me sugieras que necesito un hombre para ser feliz.
– Dios no permita que nadie te sugiera nada. Quizá si me hubieras necesitado un poco más… -él se interrumpió sin terminar la frase-. No importa. Atraparán al atacante de Mackenzie. Y debo decir en su favor que ella es indestructible.
Retrocedió al pasillo y un momento después, Bernadette le oyó subir las escaleras. Ella se sentó en la mesa de la cocina imaginándose a Mackenzie luchando con su atacante. Pensó en veinte años atrás, en la niña de once años, enfadada, llena de culpa, descuidada y aterrorizada. La recuperación de su padre había sido larga, dolorosa e incierta, agotándolos a todos. Todavía tenía cicatrices terribles de sus heridas.
Y la pobrecita Mackenzie lo había encontrado casi muerto con todo el cobertizo manchado por su sangre.
Mackenzie Stewart era entonces una niña apasionada, llena de humor pero traumatizada por el accidente de su padre. Bernadette no se había considerado capaz de ayudarla. Era una adicta al trabajo con un divorcio a sus espaldas y cero interés por los niños.
No era ni mucho menos tan buena como creía Cal.
Hubo una llamada a la puerta lateral. Todo el mundo la instaba a mejorar su seguridad, tanto allí como en New Hampshire, pero no lo había hecho. Se levantó con la cadera doliéndole de fatiga y de pasar años sentada en el juzgado.
En los escalones vio a Nate Winter y pensó que cada día se parecía más a Gus, su tío, que ella sabía que cuidaría de Mackenzie como había cuidado de sus sobrinos huérfanos más de treinta años atrás.
Nate también lo haría. Era uno de los agentes federales más respetados de Washington y no era ningún secreto que se sentía responsable por la decisión de Mackenzie de entrar en los marshals.
Bernadette abrió la puerta.
– Nate, me alegro de verte.
El llevaba un traje oscuro y debía ir directamente desde el trabajo. La vida le sonreía en ese momento, con una esposa, una casa nueva y un bebé en camino. Pero Bernadette veía la tensión alrededor de la boca, única señal de alguna emoción.
Entró en la cocina.
– Tenemos que hablar.
Nueve
La policía había despejado ya el cobertizo, sin haber encontrado pruebas claras de que el hombre que había atacado a Mackenzie hubiera estado dentro, aunque, teniendo en cuenta la puerta abierta, debía haber estado allí o de camino hacia allí. Ella estaba en el umbral con el aire fresco de la noche a la espalda. Se había parado el viento y oía cantar los grillos en los matorrales cercanos. Su velada con Carine se había pospuesto, pero habría sido una noche agradable para reír y contar historias.
Rook devolvió el martillo a su sitio entre las herramientas de Bernadette. La policía no había encontrado pistas de la identidad del atacante.
– He tenido que explicarle tu presencia a mi jefe -dijo Mackenzie-. Le he dicho que nos hemos visto unas cuantas veces y que no sé lo que haces en New Hampshire. Ha amenazado con venir aquí, no por ti, sino por el ataque, aunque sospecho que éste puede estar relacionado con tus razones para estar aquí.
– ¿Lo has disuadido de venir?
– Al parecer, lo ha hecho Nate.
– Ah.
Ella se cruzó de brazos. A pesar de los analgésicos, cualquier movimiento brusco le causaba dolor. El médico de Urgencias le había cosido la herida y tenía que volver veinticuatro horas después a que le cambiaran la venda y siete días más tarde a quitarse los puntos. Le habían recetado antibióticos para prevenir infecciones. Los analgésicos debía tomarlos en función de cómo los necesitara.
– Nate también ha llamado -dijo-. Le ha asustado que Carine hubiera estado en peligro. Ella se vio sorprendida en la escena de un crimen hace tiempo, cuando Tyler North y ella decidían todavía si estaban hechos el uno para el otro.
– ¿Tyler es su marido?
Mackenzie asintió.
– Es paracaidista de rescate y en este momento está en una misión. Carine todavía no le ha contado lo de hoy, pero cuando lo haga, él querrá saber todos los detalles. Seguramente también tendré que explicarle tu presencia aquí.
– Si te sirve de consuelo, yo llevo toda la tarde explicándosela a todo el mundo. Tienes muchos amigos en Cold Ridge.
– ¿Cómo explicas tu presencia?
– Les digo que he venido a verte.
– ¡Rook!
Él sonrió misteriosamente, pero no dijo más. Avanzó hacia la puerta y ella retrocedió. Se reunió con ella en la hierba suave y fresca.
– Creo que deberías retirarte ya.
– Como ya he dicho, no me sorprendería que mi ataque estuviera relacionado con tu presencia aquí -dijo ella-. Tú has venido por una investigación.
Él no contestó.
– He estado pensando. La noche que nos conocimos, yo estaba en Georgetown por causa de Bernadette. Había tomado una copa con ella antes de que llegara Cal y luego salí a la calle, empezó a llover y allí estabas tú. Y ahora estás aquí.
– Tienes frío -musitó él.
– Supongo que me he acostumbrado al calor de Washington más de lo que creía.
– ¿Los médicos querían tenerte esta noche en observación?
– Sí, pero les he convencido de que no hacía falta. Les he dicho que tenía que volver aquí a tostar malvaviscos -ella encontró el candado en la hierba y empezó a inclinarse para recogerlo, pero decidió que no quería correr el riesgo de desmayarse delante de Rook-. Es algo tarde para cerrar el cobertizo.
Rook tomó el candado.
– No vendría mal, por si nuestro hombre decide volver por aquí.
– La filosofía de Beanie siempre ha sido conservar las cosas. No habría hecho construir este cobertizo si el anterior no se hubiera caído a pedazos. Contrató a mi padre para esa tarea.
– Mac…
– Un día estaba trabajando aquí solo. La sierra mecánica tuvo una avería y la hoja… -se detuvo para vencer una ola de mareo y luego prosiguió-. No sé lo que pasó exactamente. Yo tenía once años y lo encontré yo. Se suponía que tenía que ayudarle, pero vi un sapo y salí detrás de él para cazarlo.
– Eras una niña.
– Perdió un ojo, parte de varios dedos y tenía heridas internas profundas -ella carraspeó con la vista fija en la puerta-. Ahí dentro era un desastre. Yo no quería dejarlo, pero recuerdo que pensé que, si no lo hacía, moriría. Fui corriendo a la casa y llamé a la policía.