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Era hora de volver a Washington y montar una búsqueda del juez perdido.

Mackenzie ignoró la punzada de dolor en el costado y siguió cruzando los helechos hasta un sendero estrecho que debía haber seguido el día anterior su atacante. La policía ya había estado por allí con perros, pero quería hacerlo personalmente; no podía quedarse tranquila en el porche espantando a los mosquitos.

Rook, por supuesto, iba justo detrás de ella. Todavía no había salido para Washington. Y tampoco había explicado sus razones para estar en New Hampshire.

– Sabía que eras poco hablador ya antes de saber en qué trabajabas -dijo ella sin volverse a mirarlo-. Un tipo recto como una flecha. No alguien que viole las reglas.

– ¿Tú sí las violas, Mac?

– No llevo el tiempo suficiente en este trabajo para saberlo.

– Me refiero a tu personalidad.

Ella lo miró al fin. Si había un hombre más sexy en el planeta, ella no quería conocerlo. Pero si no le pisaba los talones Rook, lo haría Gus Winter. Le daría la lata sin cesar para que descansara… y él no era tan guapo.

– Soy creativa y resolutiva. ¿Te basta con eso?

Rook le sonrió.

– Parece el lema de una academia.

¿Por eso la había dejado? ¿Porque había oído que no era de las que siguen las reglas al pie de la letra? Pero ella no se había metido en líos en las seis semanas que llevaba en Washington. Nate. ¿Le habría sugerido él a Rook que quizá ella no era su tipo? ¿Tal vez su relación con Bernadette no era la razón de la ruptura?

¡Ojalá Rook hubiera sido sólo un hombre sexy con el que había salido unas cuantas veces y había decidido que no podía salir bien! Pero era algo peor. A ella le gustaba. Disfrutaba en su compañía.

Pero eso era ya agua pasada.

Lo que quería ahora eran respuestas. ¿Por qué estaba en New Hampshire, por qué buscaba a Harris Mayer y quién era el hombre que la había atacado el día anterior?

¿Atacaría a más personas porque ella no había podido detenerlo?

Mackenzie se abrió paso entre otro grupo de helechos que crecían a la sombra de los abedules y otros tipos de árboles que bordeaban el lago. Le dolía el costado, pero estaba mucho mejor que cuando había salido de la cama. El desayuno la había ayudado y no tenía intención de derrumbarse delante de un agente del FBI y mucho menos de uno con el que había estado a punto de acostarse.

El sendero se fue haciendo suave y húmedo a medida que llegaban a un arroyo que desembocaba en el lago. Se detuvo cuando Rook se colocó a su lado y señaló a través del arroyo cruzado por rocas.

– Hay un claro al otro lado de esa colina. He pensado que podemos echarle un vistazo.

– ¿Necesitas una mano para cruzar? -preguntó él.

– No.

Saltó el estrecho arroyo, pero una de las deportivas aterrizó en un montón de barro negro mezclado con plantas podridas. Normalmente habría saltado medio metro más sin problemas. Sacó el pie del barro, lo que le causó una punzada de dolor, y se echó hacia delante con las manos en las rodillas y los dientes apretados mientras reprimía un juramento y esperaba que remitiera el dolor.

– Ya está -se enderezó lentamente y sonrió a Rook, que había esquivado el barro sin problemas-. Los puntos siguen intactos. Me falta práctica saltando arroyos.

– Esta mañana no has tomado analgésicos, ¿verdad?

– Los de codeína no. He tomado un par de paracetamoles.

– No deberías estar aquí fuera. No es tu trabajo encontrar al hombre que te atacó.

– El tuyo tampoco.

Mackenzie siguió por un sendero de madreselva japonesa invasiva que Bernadette llevaba años combatiendo. Caminar le ayudaba a despejar la mente. El día anterior había mirado docenas de fotos de detenidos en la comisaría después de pasar por Urgencias. Había hecho docenas de búsquedas de su atacante en el ordenador utilizando distintos criterios. Con barba, sin barba. Con ojos azules, sin especificar el color de los ojos. En distintas zonas geográficas o sin concretar ninguna.

No era inteligente mirar muchas caras. Tenía que limitarse a las fotos que tuvieran posibilidades reales. No quería que las caras de la pantalla del ordenador empezaran a confundirse con la que tenía en mente del atacante real. Estaba entrenada para reconocer rasgos que pudieran introducirse en una base de datos o ayudar con un boceto, pero las narraciones de testigos, incluida la suya, eran poco fiables.

Aunque seguía estando segura de que había visto antes a ese hombre.

La noche anterior había encontrado una libreta y un bolígrafo en la mesilla de noche y había anotado todo lo que pudo recordar del ataque sin censurarse a sí misma. Todo lo que le acudía a la mente terminaba en el papel. Colores. Pensamientos. Olores. Sabores. Dónde había sentido la brisa. Qué le había parecido oír pavos salvajes en la espesura.

El momento exacto en el que se dio cuenta de que la había pinchado.

El momento en el que sintió la sangre. El dolor.

Escribió una descripción de la saliva en la barba de su atacante. Los toques de gris en su pelo moreno…

Sus ojos.

¿Se había dado cuenta él de que le resultaba familiar?

¿Sabía dónde se habían visto antes?

Mackenzie tenía buena memoria, pero nada de lo que hacía le ayudaba a situar al hombre que la había atacado con un cuchillo de asalto. Comprendía que los investigadores sospechaban que el atacante le había resultado familiar debido a algún mecanismo de defensa de vida o muerte.

En otras palabras, que su subconsciente había inventado ese reconocimiento.

Pero no era así.

Cuando Mackenzie llegó al claro, el lago brillaba entre los árboles, una vista que siempre había amado.

– Yo venía a acampar aquí.

Rook se situó a su lado.

– ¿Sola?

– A veces. No tenía miedo. No sé por qué, porque oía animales salvajes toda la noche -sonrió-. Claro que mis padres y Beanie no estaban muy lejos.

– ¿Siempre quisiste ser policía?

– Jamás. Eso llegó más tarde, cuando trabajaba en la tesis y me di cuenta de que anhelaba hacer algo diferente. ¿Y tú?

– Siempre.

– Si me echan de los marshals, puedo volver a la enseñanza -suspiró-. Aquí no hay nada. Probablemente ese hombre esté ya en Wyoming.

Se volvió. Cuando llegaron al arroyo, no intentó cruzarlo de un salto, sino que utilizó una roca en el medio y desde ella pasó a la orilla.

Gus y Carine los esperaban en el porche de Bernadette. Carine llevaba a Harry sobre la cadera. Rook se excusó y se metió en la casa.

– Sólo venimos a verte -dijo Gus-. No hay nada nuevo. Beanie llamó anoche. No quería molestarte. Dijo que uses la casa todo el tiempo que necesites.

– Se lo agradezco, pero volveré a trabajar en cuanto me deje el médico.

– ¿Rook se marcha?

– Tiene un vuelo esta noche. El mío no es hasta mañana.

– No podrás volar mañana -declaró Gus.

Carine sonrió.

– Vosotros dos habéis discutido desde que Mackenzie empezó a hablar. No podemos quedarnos, pero si necesitas algo, dímelo.

– Ahora mismo no, pero gracias.

Cuando se marcharon, Mackenzie se sentó en un sillón de mimbre del porche, cerró los ojos y olió el aire limpio, disfrutando de la baja humedad. Su vida podía haber sido así: una casa en un lago tranquilo, un trabajo que le permitiera pasar tiempo allí. Pero se había alejado de eso y ahora se preguntaba si el ataque del día anterior significaba que su nueva vida se había cruzado de algún modo con la vieja.

Pero no pudo pensar mucho rato en eso, pues se adormiló enseguida.

Trece

De camino al aeropuerto en su coche alquilado, Rook se desvió a la pequeña universidad privada donde daba clases Mackenzie antes de ir al Centro de Entrenamiento para agentes federales de Georgia. El aislado campus era típico de Nueva Inglaterra, con edificios de ladrillo cubiertos de hiedra y césped exuberante, bastante tranquilo en esas semanas anteriores al comienzo de las clases. Un cartel gigante hecho a mano daba la bienvenida a los estudiantes nuevos.