Rook se detuvo a la sombra de un roble gigante. ¿Por qué había renunciado Mackenzie a esa vida? ¿Qué la había impulsado? La imaginó en uno de los senderos, corriendo a clase, sonriendo a los estudiantes, que no eran mucho más jóvenes que ella.
– Estás loco -murmuró para sí-. Vete a casa.
Menos de cuatro horas después, Rook estaba en Washington. T.J. fue a buscarlo al aeropuerto y Rook le informó de todo. Pero su amigo conocía ya lo ocurrido en New Hampshire.
– Aparte del ataque a una agente federal, ¿cómo te ha ido en el bosque? -preguntó-. ¿Algún rastro de nuestro informador desaparecido?
– Harris ni siquiera se puede considerar un informador. Lleva tres semanas jugando conmigo; no tengo nada en firme -Rook miró por la ventanilla; a pesar del aire acondicionado del coche, se notaba que la ola de calor no había pasado en Washington. La ciudad parecía soltar vapor-. New Hampshire es uno de los Estados más seguros del país y aparece un lunático con un cuchillo en casa de Bernadette Peacham el mismo día que voy yo buscando a Harris.
– El mundo es muy curioso -repuso T.J. Paró delante de la casa de Rook y movió la cabeza-. Treinta mil dólares en arreglos y parecería que aquí vive un agente duro del FBI y no una dulce abuelita.
– Cállate, Kowalski.
– Venías aquí a por galletas de chocolate después del colegio, ¿verdad?
– Voy armado.
Pero T.J. tenía razón. Rook había crecido a corta distancia de la casa de su abuela y de niño había pasado allí a por galletas, a ayudarla con sus tareas o a contarle sus historias del colegio. Cuando entró en el FBI, no esperaba acabar en Washington viviendo en su antiguo barrio. Sus siete años en Florida le habían dado cierta distancia de la piña que era su familia y le habían ofrecido una perspectiva que jamás habría tenido de haberse quedado. Cuando murió su abuela, pensó en arreglar la casa y venderla, pero en cuanto empezó a trabajar en ella, empezó a quedarse. Abrió claraboyas en las escaleras y en la cocina, sacó la moqueta y dejó el suelo de madera al descubierto y, en conjunto, empezaba a parecer menos la casa de una anciana, pero los comederos de pájaros del jardín todavía le recordaban a ella.
Su abuela sabía que sería agente de la ley. Era su destino. Rook nunca había pensado dedicarse a nada más.
Vio el coche de su sobrino en el camino de la entrada. El chico era una víctima, con suerte temporal, en la batalla abierta entre Scott Rook y su esposa. Para complacer a uno, tenía que defraudar al otro. Complacerlos a los dos era imposible. Ambos querían a su hijo mayor más que a su vida, pero se despertaban todos los días pensando cómo podían motivarlo, hacer que se centrara.
– He visto el dibujo del hombre del cuchillo -dijo T.J.-. Podría ser cualquiera. Si la policía de New Hampshire cree que es un pirado que se dedica a acuchillar mujeres o que eso le pone, ¿quién soy yo para discutir?
– No me gustan las coincidencias.
– La vida está llena de ellas. He preguntado por la agente Stewart. Todos dicen que es lista y que puede darte una paliza, siempre que le des ocasión. Es exigente consigo misma y sus compañeros se muestran protectores hacia ella, cosa que odia, y se está corriendo la voz de que un gilipollas del FBI le ha roto el corazón -T.J. miró a Rook-. Ése eres tú. Podría ganarme un dinero dándoles tu nombre.
– Yo no le he roto el corazón. Sólo salimos unas cuantas veces.
– Una de ellas fue una cena aquí.
– Casi. Esa fue la cita que cancelé.
– Eso demuestra que eres disciplinado. Yo habría tenido primero la cena y luego la habría dejado.
– Yo no quiero seguir hablando de Mackenzie. El que me interesa es Harris -Rook abrió la puerta del coche y sacó su bolsa del asiento de atrás-. Harris es un viejo amargado que bebe demasiado y no sé si es sincero o dice tonterías. Si tiene algo de razón…
– Pues que empiece a hablar y se deje de tonterías. Es un hombre listo. Si va en serio, sabrá que decirnos lo que ocurre es su única opción. Te apuesto lo que quieras a que se ha asustado y cambiado de idea.
– Eso espero.
Rook cerró la puerta y entró en la casa, donde fue directo al cuarto del ordenador. Su sobrino apenas si levantó la vista de la pantalla.
– Termino en un segundo.
– ¿Trabajas mañana?
– Les he dicho que me iba a ir y mi jefe me ha dicho que no me moleste en aparecer mañana.
– ¿Les has dicho que te ibas? ¿Por qué?
– No me gusta trabajar los fines de semana.
Rook ocultó su irritación. Era el segundo trabajo del verano que dejaba Brian… un trabajo de dependiente. Su padre había querido que trabajara en algo durante el verano para pagarse al menos el seguro del coche. Pero Brian había dejado la universidad.
– ¿Has buscado alguna otra cosa?
– No -Brian movió los dedos en el teclado-. Creo que no voy a trabajar más este verano.
– Eso significa que has decidido volver a la universidad en el otoño.
– Tal vez. No sé. Todavía lo estoy pensando.
– Tendrás que echar las solicitudes -al ver que su sobrino no respondía, Rook suspiró-. Brian…
El chico lo miró. Sus rasgos eran muy parecidos a los de su padre, pero él no tenía la autodisciplina ni la dureza de Scott Rook.
– Si me quedo un año fuera para trabajar, puedo permitirme no trabajar ahora unas semanas.
Esa lógica era típica de él.
– Hablaremos de eso mañana -murmuró Rook.
– Sí. Vale. ¿Qué tal en New Hampshire?
– No te habría gustado. Ni ordenadores ni cobertura de móvil.
El chico sonrió.
– ¿Y qué has hecho, escuchar a los mosquitos zumbándote en el oído?
– A los somorgujos -dijo Rook.
Su sobrino se encogió de hombros.
– Peor aún.
Catorce
A Jesse le encantaba volar, especialmente solo. Todos sus problemas desaparecían. En el aire se sentía libre, sin el estorbo de sus obsesiones. Estaba apartado del mundo. No había pasado ni futuro, sólo presente. Cuando miraba Washington extenderse bajo él, dio la bienvenida a la sensación de superioridad y paz que lo embargó.
Había salido de New Hampshire sin que lo miraran dos veces ni la pareja de la posada ni los otros huéspedes ni la gente del aeropuerto.
La policía no sabía dónde estaba el atacante ni quién era. Nada. Su dibujo no se parecía en nada al senderista en el que se había convertido después de que lo dejara el agricultor orgánico.
Había pasado el sábado y el domingo escalando montañas. Por la noche regalaba los oídos a sus anfitriones con anécdotas de sus errores, de su fascinación y apreciación de las Montañas Blancas. Era imposible que ellos lo tomaran por el acuchillador fugitivo.
Ese día, lunes, había dormido hasta tarde, concentrándose en el trabajo que tenía ante sí. Ahora era mediodía. El tiempo pasado en las montañas lo había ayudado a centrarse. Había pensado mucho en Mackenzie Stewart. Y en Cal. Ese bastardo corrupto debía estar histérico, preguntándose dónde estaría. Jesse estaba pensando si debía llamarlo desde México para rendirse, aparecer en Washington o simplemente desaparecer.
Desaparecer. Simplemente seguir volando y continuar hasta el Caribe. Volver a empezar.
Pero él no quería volver a empezar. Tenía una vida en la parte occidental de México, una casa en Cabo San Lucas, en la punta de la Baja Península, con vistas esplendorosas del Mar de Cortés. Era todo lo que deseaba. Allí era un asesor de negocios de éxito sin lazos con New Hampshire ni con Washington.
Cal y Harris habían descubierto lo de Cabo.
Jesse sabía que no podía regresar sin lidiar con su traición. Había gastado mucho dinero en comprar su casa de ensueño mexicana. Necesitaba el millón que le debían, pero podía encontrar el modo de llenar sus cuentas si rehusaba ceder a las exigencias de Cal. Llevaba toda su vida haciendo tratos, desde que sus padres lo echaran de casa.