– Así que estoy en buena compañía -añadió Rook-. Y Nate es un tipo decente…
– Gracias a Gus, o eso diría él.
– ¿Te quedaste en su casa cuando yo me vine?
Ella asintió.
– Sólo por la noche. Era más fácil que tenerlo dándome la lata o, peor aún, insistiendo en quedarse conmigo en casa de Beanie. Es un cocinero fabuloso. Eso ayuda.
– Te tratan como si fueras de la familia.
– Pero no lo soy -ella se acercó a la puerta del acompañante-. Tengo a mis padres.
Rook abrió la puerta para ella.
– De niña eras un demonio; después del accidente de tu padre, pasabas mucho tiempo sola. Tu sentido del humor, tu pelo cobrizo y tus lindas pecas seguro que te ayudaron a que no te odiaran demasiado.
Ella entró en el coche.
– Has hablado con Gus. ¿Lo has interrogado como parte de tu investigación?
Rook cerró la puerta sin contestar y rodeó el coche para entrar por el otro lado.
Cuando se sentó al volante, Mackenzie fijó la vista al frente.
– Tengo que parar en un sitio.
– Mac…
– Bernadette me ha llamado. No puedo negarme. Tú decides si quieres llevarme a su casa o no.
Le pareció que los músculos del brazo de él se tensaban mientras ponía el motor en marcha.
– No hay problema.
– Vive al lado de Embassy Row.
– Sé dónde vive.
Mackenzie se recostó en el confortable asiento.
– Por supuesto.
La elegante casa de 1920 de Bernadette Peacham, situada en una calle tranquila de la Avenida Massachusetts, siempre hacía pensar a Mackenzie en fiestas en jardines con ladrillos cubiertos de hiedra y lechos de flores exuberantes. Rook aparcó debajo de un roble gigante y, cuando ella salió del coche, la humedad casi la dejó sin aliento. El aire de la noche y los gigantescos árboles no conseguían ahogar el calor.
Cuando Rook y ella se acercaban a la entrada, se encendió una luz exterior. Bernadette abrió la puerta ataviada todavía con el traje gris arrugado que sin duda había llevado al tribunal y observó a Mackenzie con atención.
– No tienes tan mal aspecto como temía. Un poco pálida. Me siento muy aliviada de que ese lunático no te matara.
– Yo también -Mackenzie señaló detrás de sí-. Beanie, quiero presentarte…
– Agente especial Rook -la mujer se hizo a un lado y sonrió con frialdad-. ¿No es así?
– Es un placer conocerla, jueza Peacham -repuso él en tono neutral.
– Igualmente. Adelante.
Los precedió hasta la sala de estar. Su casa de Washington era el polo opuesto a la casa sencilla de New Hampshire. Antigüedades caras de distintos periodos se mezclaban con telas y colores tradicionales y obras de arte de sus viajes por todo el mundo. Cal se había llevado sus piezas favoritas de Perú y Japón, pero la mayoría eran de la vida de Bernadette anterior a su matrimonio.
– Estoy deseando salir de aquí -dijo la jueza-. ¡Hace tanto calor!
Mackenzie se quedó de pie, pues no pensaba estar mucho tiempo.
– No me extraña. ¿Cuándo vas a New Hampshire?
– El viernes.
– ¿Te preocupa estar allí…?
– ¿Con ese lunático suelto? No, claro que no. Para entonces andará ya muy lejos, o esperemos que lo hayan detenido. Nunca he tenido miedo de estar sola en el lago y no voy a empezar ahora. Además, seguro que Gus estará pendiente de mí. A veces es como una madraza.
– He dejado comida en el frigorífico.
Bernadette se dejó caer en un sillón de orejeras.
– ¿Y cómo estás tú? Me han dicho que tuviste suerte de que el cuchillo no entrara más.
– Es una herida superficial. Dolorosa, pero se curará. Cada día está mejor.
– Seguro que no fue solamente suerte que no te hiciera más daño. Siempre has sabido pelear bien.
Mackenzie era consciente de la presencia de Rook en el umbral, pero él no parecía interesado en intervenir en la conversación.
– Lo tenía -dijo-, pero no pude retenerlo.
– Te había apuñalado. Policías con más experiencia han vacilado también en situaciones similares -dijo Bernadette-. Date tiempo para curar. No te presiones demasiado o sólo conseguirás retrasar la recuperación.
– Por eso no he vuelto hasta hoy.
– Bien. Ese hombre… ¿lo conocías?
– Me resultaba vagamente familiar.
– ¿Vagamente? Eso no es lo que queremos oír en un tribunal.
Los policías estatales, agentes del FBI y marshals que investigaban los dos ataques en New Hampshire tampoco querían oírlo. Querían datos concretos y Mackenzie no podía dárselos. Los ojos habían confirmado la sensación de que lo había visto antes, pero eso no resultaba de ayuda.
– ¿Lo reconocerías si volvieras a verlo? -preguntó Bernadette.
– Sabría que era el mismo hombre. Pero no sé si eso me ayudaría a descubrir dónde lo he visto antes.
Bernadette la observó con atención, pero Mackenzie no se inmutó. La jueza era brusca y directa, pero también muy generosa, inteligente y justa. La mujer movió la cabeza.
– Lo siento. Me gustaría que el ataque no se hubiera producido; me gustaría poder ayudar a encontrar al que lo hizo. He visto a muchos arrastrados pasar por el tribunal, pero no tengo ninguna idea. No soy buena interpretando dibujos; no creo que me reconociera ni a mí misma en uno.
– ¿Y Cal?
– ¿Cal? -preguntó Bernadette-. ¿Por qué va a saber él algo?
Mackenzie miró a Rook de soslayo, pero él se mostraba impenetrable. Se encogió de hombros.
– Por nada.
– Ya apenas lo veo, aunque todavía vive aquí. Tiene la suite de invitados de abajo -añadió con rapidez.
Mackenzie se había quedado allí a menudo en sus visitas a Washington. Bernadette siempre había sido una anfitriona bien dispuesta, aunque algo menos después de su matrimonio con Cal Benton. Mackenzie no sabía si él no quería compañía o si no le gustaba ella. Tal vez percibía que a ella no le caía bien él.
– ¿Cuándo se marcha? -preguntó con brusquedad.
Bernadette no pareció ofenderse.
– Este fin de semana. Cuando yo vuelva de New Hampshire en septiembre, él habrá salido ya de mi vida.
– ¿Has hablado con él de los ataques en New Hampshire?
– Por supuesto. Sugirió que tu atacante podía ser alguien a quien hubiera ayudado yo en algún momento.
– ¿Uno de tus «cachorros de tres patas»? ¿No nos llama así? -preguntó Mackenzie.
La frialdad de su tono hizo que Rook la mirara, pero él no dijo nada. Cal, que no la había conocido de niña, había dejado claro que la consideraba una de los «cachorros» de su esposa.
– Cal no se da cuenta de lo ofensivo que es a veces -repuso Bernadette-. Creo que es su modo de intentar ser gracioso. Tampoco reconoce a ese hombre por la descripción ni por el dibujo. La policía parece pensar que es un vagabundo loco y puede que tenga razón. Quizá tú lo has visto alguna vez en la tienda de Gus o algo así -Bernadette la miró-. Veo que estás cansada. ¡Ojalá supiera algo que te ayudara a encontrar a ese hombre!
– La policía no se ha rendido todavía -repuso Mackenzie-. ¿Tú estás bien? No pretendo asustarte, pero ese hombre andaba en tu propiedad.
– Tus amigos marshals pasan por aquí de vez en cuando. Pero te atacaron a ti, no a mí. ¿Tú tienes protección?
Mackenzie casi sonrió.
– Yo no soy una jueza federal que no sabe disparar una pistola.
– Odio las pistolas. Y gracias por tu interés, pero no estoy preocupada.
Mackenzie quería preguntarle por Harris Mayer, pero no lo hizo. Que lo hiciera Rook si quería. Ella no tenía información suficiente, pero si se entrometía en una investigación en marcha, podía acabar de vuelta en Cold Ridge y en la enseñanza antes de tener tiempo de hacerle un arañazo a la placa. Ni siquiera Nate Winter podría ayudarla entonces.
Bernadette pasó delante de Rook y salió al vestíbulo. Mackenzie la siguió.