– ¿Dónde está Cal ahora? -preguntó.
– No tengo ni idea -Bernadette apretó los labios-. ¿A qué vienen tantas preguntas?
– Sólo es conversación -dijo la joven.
Pero no era del todo cierto y se preguntó si tanto la jueza como Rook se daban cuenta de que ocultaba algo. Pero contar lo que sabía de Cal Benton y su última afrenta a su matrimonio no ayudaría a nadie.
– Cal echará de menos el lago, ¿verdad? -comentó con cautela.
– Si por él hubiera sido, habría dividido el terreno en parcelas y derribado la casa para construir una nueva. Dice que está muy vieja.
– ¿Cuándo fue la última vez que estuvo en New Hampshire?
Rook masculló algo inaudible y Mackenzie comprendió que había ido demasiado lejos. Bernadette se volvió desde la puerta de la cocina con los brazos cruzados sobre el pecho.
– Mackenzie, soy jueza. Antes de ser jueza, fui fiscal. Sé cuándo me están interrogando. Te lo permito debido a las circunstancias, pero quiero que se acaben las preguntas.
– Perdona. Ha sido un día largo. Disfruta del lago. Estos días ha hecho un tiempo fabuloso.
Bernadette sonrió, desaparecida ya su irritación.
– Siempre lo hace. No permití que lo que le pasó a tu padre me impidiera apreciarlo y no permitiré que me impida apreciarlo lo que te ha pasado a ti -soltó un respingo, sin duda horrorizada por sus propias palabras-. No pretendía que eso sonara así. Perdóname. No soy una insensible.
– Lo sé. Olvídalo. Nos veremos pronto.
– No sé nada del hombre que te atacó ni Cal tampoco. Él sabe cuidarse solo. Y por lo que he aprendido de él estos tres últimos años, siempre lo ha hecho bien.
– No tengo dudas.
La jueza clavó sus ojos verdes claros en los de Mackenzie.
– ¿Qué es lo que sabes que no me cuentas?
– Sólo tengo preguntas, Beanie. No respuestas.
La mujer tardó un momento en contestar.
– Conozco esa sensación -abrió la puerta-. Agente especial Rook, ha sido un placer conocerlo.
– Lo mismo digo, jueza Peacham.
– Es usted muy disciplinado, manteniendo la boca cerrada todo este tiempo.
Él le sonrió.
– Buenas noches, jueza.
Mackenzie fue a decir algo, pero Bernadette levantó una mano.
– Ya te he entretenido bastante. Cuídate. Gracias por venir.
– Siempre es un placer verte, Beanie.
El coche de Rook seguía relativamente fresco cuando Mackenzie volvió a su asiento, pero la invadía la fatiga y sentía la mirada de él observándola.
– ¿De dónde salió el apodo de Beanie? -preguntó él.
– Creo que se lo puso Gus en la escuela cuando eran niños y se quedó con él.
– ¿Pero es apreciada? ¿Es conocida por su bondad y generosidad?
– Eso no significa que sea blanda. Es lista y está muy entregada a su trabajo de jueza.
– ¿No tiene hijos?
Mackenzie negó con la cabeza.
– Estuvo casada unos cuantos años después de terminar la Facultad de Derecho, pero no salió bien. No hay hijos.
– Sólo tú -dijo él.
– Yo tengo madre y Beanie lo sabe. Y nos queremos mucho.
– ¿Cómo te ayudó la jueza?
– Impidió que Gus me colgara de los pulgares, para empezar. Además me prestó su biblioteca y siempre me dejó usar su casa como refugio. Pero yo nunca iba al cobertizo. Me sentaba a leer en el porche y para mí era un respiro de los problemas de casa. Además, mi padre no me necesitaba cerca cuando estaba sufriendo.
– Tiempos duros.
– Algunos los han tenido peores.
Rook guardó silencio un momento.
– No estamos hablando de lo que han sufrido otras personas.
Mackenzie decidió cambiar de tema. No quería que Rook la imaginara como una niña de once años solitaria y problemática.
– ¿Sabes algo de Harris Mayer?
– Todavía no ha aparecido.
– ¿Lo estás buscando?
– Sí.
Mackenzie lo dejó conducir un par de kilómetros sin hacer preguntas, con la esperanza de que él tomara la iniciativa y hablara. Pero no fue así. Al fin lo miró de soslayo.
– Hablar contigo es como intentar sacar sangre de una piedra.
– Sólo cuando haces preguntas que están fuera de tu esfera de interés.
– Entendido. Nate Winter me dio el mismo sermón.
– Un hombre listo.
Cuando llegaron a su casa prestada, Rook no le preguntó si necesitaba ayuda, sino que salió del coche y abrió la puerta de atrás antes de que ella se hubiera quitado el cinturón. Tomó la mochila y subió al porche.
Mackenzie se reunió con él sintiéndose agotada. Antes de salir de New Hampshire, había seguido el sendero de su asaltante a través del bosque hasta el camino de encima del lago, no tanto en busca de huellas que hubieran podido pasar desapercibidas a los demás, como en busca de algo, lo que fuera, que le despertara la memoria. Probablemente había hecho demasiado ejercicio.
– Gracias por traerme -dijo-. Lo digo en serio. Has sido muy amable, aunque tengas motivos ocultos.
Pero él no hizo ademán de volver al coche. Señaló el porche.
– Quiero cerciorarme de que la casa es segura antes de marcharme.
– No es segura. Es una casa con fantasmas y filtraciones. ¡Quién sabe lo que encontraré dentro!
Él no se rió. Mackenzie se rindió y subió los escalones del porche, buscando las llaves en un bolsillo de la mochila. Abrió la puerta y le hizo señas de que entrara. Lo siguió y encendió las luces. Rook empezó a revisar ventanas y armarios empotrados.
– Daría algo porque Abe Lincoln saliera ahora mismo de debajo de la cama.
– Los Rook somos virginianos.
– Pues Bobby Lee.
– Mac…
Estaban en la pequeña cocina y ella combatió la imagen de él levantándose con ella por la mañana. Él suspiró, le tomó la barbilla y pasó un dedo por la mandíbula. Ella no se apartó y él la besó. Y no fue un beso gentil. Ella respondió agarrándose a sus brazos y abriendo la boca al calor de él.
Pero él era un hombre con una gran fuerza de voluntad y se apartó.
– Me vuelves loco, ¿lo sabes?
Ella sonrió.
– Te viene bien.
– Probablemente -él se enderezó-. Si no tuvieras veinticinco puntos…
– Sólo veinte.
– Que duermas bien, Mac. Si te molestan los fantasmas, llámame.
Mackenzie lo observó salir y bajar saltando los escalones como si tuviera toda la energía del mundo. Cuando se alejó, ella entró en la sala de estar con sus muebles antiguos y cómodos. Aparte del tictac del reloj de pared, la casa estaba en silencio. Ni fantasmas ni Andrew Rook ni un loco suelto con un cuchillo.
Sentía los ojos cargados por la fatiga. Confió en que estar en vuelta en Washington la ayudara a recordar dónde había visto antes a su atacante.
Pero fuera quien fuera, no estaría satisfecha hasta que lo viera entre rejas, imposibilitado de hacer daño a nadie más.
Sospechaba que era un objetivo que Rook compartía.
Cuando se dirigía al dormitorio, se llevó una mano a la boca, donde la había besado Rook.
Aquel hombre también la volvía loca.
Dieciséis
Mackenzie se sirvió una taza de café y se dirigió a su escritorio en la oficina de Washington. Después de menos de dos meses, no se sentía todavía adaptada pero era su primer destino y se había comprometido a quedarse tres años. Había conseguido madrugar para levantar pesas y hacer algunos estiramientos, aunque evitando movimientos prohibidos por el médico que pudieran arrancarle los puntos. Cada día se sentía algo mejor, pero eso no implicaba que estuviera encantada con sus progresos.
De camino al centro, había llamado a uno de los policías de New Hampshire que investigaban su ataque.
No tenía noticias nuevas. Era como si su atacante hubiera salido arrastrándose de una cueva de las Montañas Blancas con su cuchillo de asalto y hubiera ido de caza. Al público se le pedía que no caminaran solos pero que tampoco cedieran al pánico. No había habido más ataques y nadie había vuelto a ver a un hombre solitario con barba.