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Tal vez su hombre había vuelto a la cueva.

Mackenzie dejó el café en su mesa y vio una caja de Saks de la Quinta Avenida. No había tarjeta encima. Abrió la caja y apartó el papel fino con una mezcla de temor y regocijo.

Dentro había un bikini rosa nuevo. Un bikini muy rosa.

Ella se apresuró a taparlo con el papel.

– ¡Listillos!

Nate Winter se materializó a su lado. Como trabajaba en el cuartel general de Arlington, Mackenzie asumió que estaba allí por ella.

– Hola, Nate -dijo, con la esperanza de que no hubiera visto el bikini-. ¿Vienes por trabajo?

– Vengo a verte. No podía marcharme de aquí o habría ido a Cold Ridge -señaló la caja de Saks con la cabeza-. Si hubieras venido esta mañana y no encontrado un regalito en tu mesa, habría sido preocupante.

– Nunca podré superar lo del bikini rosa -dejó la caja debajo de la mesa-. Lo cambiaré por un bañador negro de cuello alto y falda a juego.

– No pensarás que han comprado esa cosa en Saks, ¿verdad?

Mackenzie se echó a reír y movió la cabeza.

– A mí me pinchan con un cuchillo y estos bastardos me regalan un bikini barato -se sentó y giró la silla para quedar frente a Nate-. ¿Qué puedo hacer por ti, agente Winter?

– ¿Cómo está la herida?

– Curándose. No tomo analgésicos. Fue una estupidez.

– De estupidez nada.

Ella suspiró.

– Al menos no me atacaron estando de servicio, aunque entonces no me habría puesto a nadar. Les he dicho a los que dudan de mí que es mucho más probable que me pase algo fuera del trabajo que en él, y ahora tengo la prueba. Si hubiera sido profesora e ido a nadar a casa de Beanie, ese hombre me habría atacado y yo no habría tenido ninguna posibilidad.

– No sé. Eras una profesora muy animosa.

– Pero no tan bien entrenada.

Nate llevaba un traje gris oscuro que contrastaba con la ropa de calle de la mayoría de los agentes que llenaban la oficina. Mackenzie se había puesto mallas y un blusón oscuro ligero… y una pistolera al hombro, pues no podía llevar el arma en el cinturón debido a los puntos.

– Ese hombre no mató a la senderista -dijo Nate.

– Dice que le dijo que quería que sufriera. Si no la hubiera encontrado Gus, probablemente habría muerto. No sé lo que quería hacerme a mí.

– Tal vez nada. Tal vez lo sorprendiste y él reaccionó. La cuestión es que no lo sabemos y hasta que lo sepamos…

– Cuidado con las especulaciones -terminó ella en su lugar.

– Atente a los hechos. ¿Cómo está Gus? He hablado con él, pero es difícil calibrar su estado mental. No le gustó verte ensangrentada, eso te lo aseguro.

Mackenzie se apoyó en la silla, cómoda con Nate a pesar del estatus superior de él, de su seriedad y de su notoria impaciencia. Con el ataque de Cold Ridge más gente sería consciente de su vínculo con él y el de los dos con Bernadette Peacham. Mackenzie no sabía cómo reaccionaría Nate. ¿Encontraría el modo de trasladarla a Alaska?

– Gus es Gus -contestó-. Ha probado una receta nueva conmigo. Una especie de fruta marinada al gril encima de cuscús. Dice que es influencia de Beanie. Ella estuvo en el lago a principios del verano y los invitó a cenar a Carine, al pequeño Harry y a él. Les dijo que había ido a clases de cocina en Washington.

– ¿Beanie Peacham en clases de cocina?

– Lo sé. Preocupante -pero Mackenzie no podía reír y ver a Nate hacía que saliera a la superficie la realidad de lo que podía haber ocurrido el viernes-. Si les hubiera pasado algo a Carine o a Harry por mi causa…

– No habría sido por tu causa. Lo peor que puedes hacer ahora es darle vueltas a lo que podría haber pasado. Ya es bastante malo lo que pasó -la miró con atención-. ¿Seguro que deberías estar ya de vuelta?

– El doctor dijo que podía venir. Sólo tengo que evitar levantar mucho peso una temporada -se levantó-. ¿Café?

– No, gracias.

Ella frunció el ceño.

– Nate, ¿qué pasa? No has venido aquí por mis puntos y no eres tú el que ha traído el bikini rosa.

Él parecía incómodo, algo raro en él, y al fin suspiró.

– ¿Sigues pensando que el hombre que te atacó te resulta familiar?

– Sí -no le sorprendió que él supiera eso. Podía haberse enterado por Gus o Carine; o por muchos policías distintos-. Sigo intentando recordar dónde lo he visto antes. He revisado mis conocidos de la universidad, los casos de fugitivos en los que he trabajado… todo lo que se me ocurre. Hasta el momento, sin éxito.

– No es tu trabajo encontrar a ese hombre. Si los investigadores de New Hampshire quieren tu ayuda, te la pedirán -Nate la miró más con la autoridad que le confería su trabajo que con afecto fraternal-. Eso lo entiendes, ¿verdad?

– ¿Se ha quejado alguien de mí?

– No se ha quejado nadie. Pero te conozco y tienes que ser lista. Ser paciente.

Mackenzie tomó su café, y lo miró con frialdad.

– ¿Tú fuiste muy listo y paciente cuando te dispararon?

Casi un año y medio antes, un francotirador les había disparado a su compañero, hermano mellizo de su mujer, y a él en el Central Park de Nueva York. La herida de bala de Nate, un rasguño en el hombro, tenía poca importancia, pero él no había dejado la investigación al FBI ni a sus colegas del Servicio de Marshals, sino que se había empleado a fondo en ella. Como resultado, había conocido a Sarah Dunnemore y renunciado a su vida solitaria para abrirse a la idea de formar una familia y a todos los riesgos que ello conllevaba y que él, huérfano a los siete años, conocía mejor que nadie. Pero, por lo que Mackenzie podía ver, no se arrepentía.

– No estamos hablando de mí -repuso con frialdad.

– Claro que no -sonrió Mackenzie, que había perdido el impulso de enfrentarse a él-. Tú no llevabas un bikini rosa cuando te dispararon.

Creyó detectar un brillo de regocijo en los ojos de él.

– Recuerdo ese bikini. Era difícil no verte en el agua.

– No creo que nuestro apuñalador me viera en el agua. La puerta del cobertizo estaba abierta. Sospecho que entró o salió cuando yo estaba bajo el agua. En cualquier caso, no lo vi y lo pillé por sorpresa. Intentó esconderse, pero acabó atacándome.

– ¿Podría haberse escabullido sin ser visto?

– Si hubiera esperado a que volviera a la casa, habría tenido más posibilidades. Se acurrucó en la espesura al lado del cobertizo. Yo lo oí antes de verlo. Eso está lleno de madreselva japonesa y a lo mejor se pinchó con algo. O vio una serpiente. O lo que fuera. El caso es que decidió echarse encima de mí.

– Tal vez él no tuviera un pensamiento tan organizado.

– La opinión general sigue siendo que nos atacó a la senderista y a mí al azar. Parecía salvaje, pero también en control de sí mismo. No puedo explicarlo.

– ¿Intuición?

– Si quieres llamarlo así -Mackenzie fue consciente de pronto de las dos décadas de experiencia de Nate como marshal comparadas con sus meses de entrenamiento y pocas semanas en su primer destino-. Tengo que acordarme de dónde lo he visto antes.

– La adrenalina puede hacerle cosas extrañas a la gente.

– Sé que puede que sea mi imaginación eso de que lo he visto antes, pero no lo creo.

– Puede ser un simple error. Mackenzie… -él se interrumpió-. Olvídalo. Tengo que irme -señaló la pistola de ella-. ¿Te sientes cómoda llevando eso al hombro?

– No. Necesito más tiempo para sacar el arma y… no sé, espero no acabar pegándome un tiro -bromeó ella.

– ¿Eras tan pelma como profesora?

– Más.

Conocía a Nate y a sus hermanas desde que podía recordar. En los meses horribles posteriores al accidente de su padre, Gus los llevaba por su casa junto con comida y ayudaban con las reparaciones que su madre y ella no podían hacer solas. Harry y Jill Winter habían muerto en Cold Ridge antes de que naciera Mackenzie, pero ella sabía que sus hijos, Nate, Antonia y Carine, habían sufrido una tragedia mucho peor que la suya. Se había mirado en ellos y se había dejado enseñar por ellos el camino a la supervivencia. Pero ninguno la había imaginado nunca como agente federal.