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– No, no te vayas -dijo-. Dime por qué has venido.

– A verte.

– Nate, sé que piensas que debería haberme quedado en la universidad, pero he superado un entrenamiento duro y allí no tuve ayuda. Lo hice sola.

– Ya lo sé -había cierta ternura ahora en la expresión de Nate-. No dejo de pensar en ti como en la pelirroja de pelo rizado sentada en la sangre de tu padre. Todos queremos lo mejor para ti.

– Lo mejor para mí ahora es que seas sincero conmigo.

Él echó a andar hacia el ascensor, pero ella lo siguió.

– Tú sabes por qué estaba Andrew Rook en Cold Ridge, ¿verdad? -preguntó.

Nate pulsó el botón y la miró con una impaciencia de hermano mayor que a ella le resultaba muy familiar.

– Eres implacable. Siempre lo has sido.

– Nate, ¿qué sabes de Harris Mayer?

Él apartó la vista.

– Llego tarde a una reunión con el FBI.

– ¿Rook?

Llegó el ascensor.

– ¿Quieres luchar con los expertos, Mackenzie? Pues ahora tienes ocasión -se abrió la puerta y Nate entró en el ascensor-. Rook es todo tuyo.

Diecisiete

J. Harris Mayer tenía una casa blanca de ladrillo con contraventanas negras en una calle estrecha y prestigiosa de Georgetown. De pie en la sala de estar, Rook podía ver el rododendro que subía hasta más allá de la ventana del primer piso.

Los vecinos de Harris seguramente deseaban que se hubiera trasladado o apostado la casa en el juego. Rook y T.J. habían hablado con ellos y estaba claro que esperaban que el FBI o la policía lo encontraran muerto de un infarto. El problema no era tanto su deshonra como el estado de la casa. Necesitaba pintura, reparaciones y un par de jardineros armados con buenas tijeras de podar. Los cristales no se habían lavado en años y las avispas se habían instalado en varias grietas y hendiduras.

Pero ni Rook ni T.J. ni los otros dos agentes habían encontrado a Mayer muerto en la cama ni desvanecido en el suelo de la cocina. Habían llegado una hora antes, en el calor de la tarde, después de conseguir una orden judicial para registrar la casa en su busca. La orden se limitaba a registrar los lugares donde una persona podía haber caído enferma o estar escondida: alacenas o la ducha, pero no los cajones de un escritorio.

– Se ha largado -T.J. entró desde el vestíbulo-. Aquí no está.

Rook estaba de acuerdo. Habían revisado la casa desde el desván hasta el sótano, atentos a todo lo que pudiera llevarlos de vuelta al juez para pedir permiso para realizar una búsqueda más concienzuda.

T.J. observó un escritorio elegante de patas curvadas en un rincón de la sala. Todo estaba lleno de polvo. La casa olía a rancio, el aire acondicionado llevaba tiempo sin usarse y el calor y la humedad habían ganado la batalla. Las antigüedades de la casa sólo conseguían enfatizar que Harris había estropeado su vida. Hacía tiempo que se había salido del camino marcado, mucho antes de su caída pública. Simplemente le había llevado un tiempo estrellarse.

– Me gustaría que hubiéramos encontrado el recibo de un billete para las islas Fiji sobre la mesa -comentó T.J.-. Así podríamos peinar esto a conciencia. No tengo un buen presentimiento sobre nuestro amigo Harris.

Rook suspiró.

– Yo tampoco. Tendremos que seguir buscándolo. No sé si nos ayudaría registrar esto, pero veré lo que puedo hacer para que nos amplíen la orden judicial.

– Si Mayer nos hubiera dicho algo más…

– Tendría que haberlo presionado más.

T.J. se encogió de hombros.

– Por lo que sabemos, quizá inventaba cosas, se cansó y se largó a la playa… o decidió que no quería estar delante cuando te dieras cuenta de que eran todo fantasías.

– Tal vez -musitó Rook, decidido a mantener la mente abierta.

Salieron de la casa. Fuera, unos agentes de uniforme daban un aire oficial a la escena por si algún vecino sentía curiosidad por los hombres que merodeaban por la casa del desacreditado juez. No se había congregado gente. Hacía demasiado calor o los vecinos no querían mostrar a las claras su curiosidad.

– ¿Ésa es tu agente pelirroja? -preguntó T.J.

– La misma -contestó Rook entre dientes.

Mackenzie, en su calidad de marshal, se había abierto paso ante los policías y se hallaba al pie de los escalones. Rook recordó que la había besado la noche anterior. ¿Cómo se le había ocurrido hacer eso?

T.J., que era famoso por su atractivo, bajó los escalones hasta el camino de adoquines.

– Agente Stewart, ¿verdad? Soy T.J. Kowalski.

– Agente especial Kowalski, encantada de conocerlo. Andrew me ha hablado de usted. Todo bueno, por supuesto.

Rook sabía que usaba su nombre de pila, no como una muestra de afecto hacia él, sino para conquistar a T.J. Y al parecer funcionó, pues éste le sonrió.

– Encantado también de conocerla, agente…

– Mackenzie -corrigió ella-. No esperaba encontrar al FBI aquí. ¿Le ha ocurrido algo al juez Mayer?

– No que sepamos. ¿A qué has venido aquí, Mackenzie?

Ella miró a Rook, que seguía en los escalones.

– Harris Mayer y la jueza Peacham son amigos desde hace tiempo. Yo lo conozco muy poco.

– Eso no explica tu presencia aquí.

– No -ella señaló la casa-. ¿No hay ni rastro de él?

T.J. vaciló un instante, como si esperara que interviniera Rook, pero éste no tenía intención de hacer tal cosa. Que Mackenzie se las arreglara para salir sola del lío. T.J. podía lidiar perfectamente con ella.

– No. Ni rastro de él. No está en la casa. ¿Tú sabes dónde está?

– Ni idea -ella entrecerró los ojos-. Bien. Gracias por contestar, T.J. Encantada de conocerte -miró a Rook-. Cuidado con el calor. Ataca por sorpresa.

Volvió a la calle y subió a su coche.

T.J. miró a Rook.

– ¿Quieres que busque una razón para esposarla?

– Tentador -Rook se reunió con él en la acera. Sentía más calor todavía. Antes de salir a la calle, Mackenzie los despidió con la mano y a continuación pisó el acelerador y se largó.

– ¿Crees que sabía que estábamos aquí? -preguntó Rook.

– Cuesta decirlo. No parece muy destrozada por lo del fin de semana.

– Dice que cicatriza deprisa.

– La agente Stewart es una listilla -musitó T.J. con regocijo-. Siempre he sabido que acabarías con una listilla, Rook.

– Sí. Lo que tú digas. Vámonos.

– Tu pelirroja parecía encantada de hablar conmigo. Aunque, por otra parte, yo gusto a la gente. Tengo sentido del humor.

Rook no le hizo caso; echó a andar hacia el coche.

– No te vas a permitir confiar en ella, ¿verdad? -insistió T.J.-. No voy a decir que la culpe por querer saber lo que hacemos. Ella no es sospechosa ni está bajo vigilancia, sólo es amiga de Bernadette Peacham, nuestra jueza federal favorita estos días. Que tampoco es sospechosa. Su ex marido…

– No es un sospechoso -terminó Rook.

– Oficialmente.

– Harris Mayer tampoco lo es, pero no podemos encontrarlo.

– Sí. Eso no me gusta -T.J. abrió la puerta del conductor y miró a Rook a través del techo ardiente del coche-. La agente Stewart se mueve bien para tener una puñalada en el costado. Yo no la infravaloraría.

– No lo hago -murmuró Rook, entrando en el coche. T.J. y él tenían un largo día por delante y ya era hora de ponerse en marcha.

Era ya de noche cuando Rook dejó de trabajar al fin y fue hasta Arlington, dando un rodeo por la casa histórica donde vivía Mackenzie. Aparcó detrás del coche de ella y salió, recordando su optimismo la primera vez que había ido allí unas semanas atrás. La había recogido para ir a cenar en Washington; nada lujoso, sólo una velada para aprender a conocerse.