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La piel de ella se iba calentando. Le clavó los dedos en los hombros y soltó un gritito, un respingo de necesidad y frustración. Cuando él alzó la cabeza, ella tenía los labios entreabiertos y él la besó con fuerza en la boca, transmitiéndole lo excitado que estaba. Pero ella lo descubrió por sí sola al bajar una mano entre ellos y abrir la cremallera del pantalón. Deslizó la mano dentro. Él estaba duro y palpitante bajo su contacto.

Rook gimió en su boca.

– Mac… demonios.

Ella sonrió con osadía.

– ¿Quieres que pare?

Pero su cuerpo respondió por él y ella contuvo el aliento, sin sonreír ya, con la boca en la de él mientras le acariciaba el pene. Él luchó por tomar aire sin dejar de besarla, de acariciarle los pezones con los pulgares al mismo ritmo que usaba ella con él. Cuando ella apretó el paso, él bajó la mano por la piel suave de su espalda y la deslizó en el pantalón a lo largo de la curva de las nalgas.

Él forzó una pausa y la miró a los ojos, que eran ahora de un azul tormentoso, cargados de necesidad y deseo.

– No quiero hacerte daño.

– No me… -ella se movió contra su mano-. Créeme.

Los dedos de él alcanzaron su centro caliente y húmedo y la mano de ella se detuvo un instante en su pene. Rook no se detuvo sino que acarició y exploró mientras ella respondía moviéndose contra él al tiempo que acariciaba también su pene cada vez más deprisa.

– Mac, no puedo más… -él no podía respirar ni casi hablar.

– Pues no esperes, porque yo tampoco puedo más.

Se estremeció y soltó un grito. Aflojó la presión en el pene pero no lo soltó. Se puso rígida contra él y Rook pudo sentir la fuerza de voluntad con la que continuó masturbándolo. Un instante después él tuvo que hacer uso de todo su autocontrol para no explotar.

Todavía no. Por el momento le bastaba con darle placer a ella.

Ya llegaría su hora.

Deslizó los dedos en el interior de ella, tan insistente y brutal como se había mostrado ella con él y la vio cerrar los ojos y entregarse a las sensaciones. Se agarró a sus hombros mientras su cuerpo se estremecía con el orgasmo. Empapada en sudor, se derrumbó sobre él y respiró con fuerza en su cuello.

Al fin se apartó, agotada y tan poco avergonzada como él.

Tomó la camiseta y el sujetador y le sonrió.

– Eres un bastardo, ¿sabes? Por hacerme ser la única que… -no terminó.

– ¿Te arrepientes?

Ella lo golpeó con la camiseta.

– Para nada.

– Los puntos…

– Intactos. No me has hecho daño, Andrew -se puso la camiseta sin molestarse con el sujetador y le sonrió-. No he sufrido nada.

Él la creía.

– He pensado mucho en este momento.

Ella enarcó las cejas.

– O sea, que cuando tomábamos café resguardados de la lluvia, tú pensabas…

– Entonces no.

– Mientes muy mal.

Él la besó con suavidad, de un modo romántico.

– Ahora tenemos un asunto inacabado -dijo.

Ella respiró hondo.

– Creo que tienes razón.

De camino a su casa, Rook conducía demasiado deprisa y estaba tan agitado que casi pasó de largo.

Su sobrino leía una revista de juegos y escuchaba su iPod en la mesa de la cocina. Rook se sentó enfrente de él.

– ¿Cómo puedes leer y oír música al mismo tiempo?

– ¿Qué?

– ¿Cómo…? -Rook suspiró-. Quítate los malditos auriculares y podrás oírme.

– Oh. Sí -Brian sonrió, se quitó los auriculares y pulsó el botón de pausa-. ¿Un mal día?

– Ha tenido sus momentos. ¿Y tú?

– Aguantando aquí. He puesto el lavavajillas y ordenado mi cuarto -señaló el microondas con la cabeza-. Estoy calentando sobras.

Rook decidió no presionarlo con sus planes de futuro. Ya se ocuparía de eso su padre.

– ¿Qué sobras?

– No sé. He metido cosas que he encontrado en el frigorífico. Hay bastante para dos, si quieres.

De pronto Rook captó la soledad e incertidumbre de su sobrino. Sus amigos del instituto estaban en la universidad o tenían empleos y él estaba en Arlington, comiendo sobras con su tío.

Y Rook tampoco se sintió muy bien con su propia vida. Se había dejado llevar por los sentimientos con Mac y no sabía qué puñetas sería lo siguiente. Estaba preocupado por ella, pero también por sí mismo, porque lo de esa noche probaba que carecía de autocontrol con ella. Al verla con Bernadette Peacham la semana anterior y divisar un conflicto potencial entre su vida profesional y personal, había creído que podía pisar el freno.

Pero no era cierto. Y estaba en caída libre.

Se levantó y sacó una jarra de té con hielo del frigorífico. Al menos estaba fresco. Si hubiera estado rancio, se habría sentido patético.

Cuando llenó dos vasos y volvió a la mesa, Brian había vuelto a ponerse los auriculares y a su revista.

Dieciocho

Jesse entró en el auditorio del pequeño campus justo cuando terminaba un debate público sobre ética legal. Cuatro hombres de edad madura se levantaron de sus sillas en torno a una mesa barata. Calvin Benton estaba en el extremo izquierdo, enfrente de un público de unos cincuenta estudiantes y profesores de Derecho. Estrechó la mano de sus compañeros de debate mientras cesaban los aplausos corteses y la gente empezaba a salir.

A pesar de la intensidad con que lo buscaban en New Hampshire, Jesse no había hecho nada por ocultar su identidad. Sin barba, limpio, vestido con ropa cara y fuera de contexto, dudaba de que lo reconociera ni la propia Mackenzie Stewart, al menos no a primera vista. De cerca, tal y como habían estado el viernes, era otra cuestión.

Todavía la veía con su bikini rosa con el agua bajándole por la cara cuando intentaba averiguar qué era el ruido que había oído.

Apartó aquella imagen de su mente y se puso rígido, protegiéndose de futuras intrusiones de la marshal pelirroja. Ella lo había cautivado, pero le gustaría meterlo entre rejas y eso era algo que él no podía cambiar.

Bajó por el pasillo central y lo cruzó delante del escenario hasta una entrada lateral. Cal, visiblemente pálido, se reunió con él.

– Tienes mucho valor -su voz era baja como un susurro y miró tras de sí como para asegurarse de que no los veían juntos-. ¿Qué haces aquí?

Jesse se encogió de hombros, disfrutando de la incomodidad del otro.

– Perdona que me haya perdido el debate. ¿Ya has terminado? ¿No tienes que firmar libros?

– No tengo ningún libro.

– Tus compañeros sí.

– No estamos aquí para vender libros -Jesse suponía que el sarcasmo de Cal y su arrogancia eran un intento transparente por ocultar su miedo-. No has debido venir.

– Te he pillado por sorpresa, ¿eh? Sólo quiero unos minutos de tu tiempo. Tú y yo tenemos asuntos pendientes.

Otro miembro del panel de debate pasó ante ellos y felicitó a Cal por su intervención. Éste consiguió devolverle el cumplido, pero cuando el otro se alejó, gruñó a Jesse:

– Aquí no.

Éste, divertido por su incomodidad, se acercó a un rincón y se quedó de pie delante de una ventana que daba a un patio donde los estudiantes corrían bajo la lluvia.

– Hay bastante gente para una noche tan caliente -comentó-. ¿Todos son estudiantes de verano?

– Todos no, la mayoría. Participan en un programa especial de seis semanas. ¿Dónde está Harris? Hace una semana que no lo veo.

– Lo echas de menos, ¿eh?

– Es un cobarde. Probablemente se habrá escondido hasta que tú y yo resolvamos esto. A menos que tú… -Cal achicó los ojos-. Quizá debería llamar a la policía y pedir que lo busquen.